Ago
La cosa pública
4 comentariosEstos días (y desde ya hace unos cuantos) se han venido sucediendo en los periódicos (y en las manifestaciones) multitud de debates sobre la relación entre la religión y la esfera pública. Seguramente quien más haya colaborado a este empresa sea Habermas, que ha pasado de no prestar demasiada atención a la religión a comprender que vivimos en un mundo “postsecular” que tiene que integrar los contenidos éticos de la religión en la filosofía postmetafísca. Habermas sostiene que el "potencial capital semántico de las tradiciones religiosas" ha de traducirse a un lenguaje universalmente accesible a todos los implicados en el uso público de la razón. Y es que el uso público de la razón no es territorio propio de los no creyentes. La plaza (pública) es de unos y de otros, si bien Habermas defiende que los contenidos creyentes han de traducirse a esa racionalidad común (cosa que también deberán hacer los no creyentes). Charles Taylor, con más razón que un santo, aún da un paso más: la ruptura epistémica entre la razón secular y el pensamiento religioso es insostenible, puesto que la neutralidad estatal que postula el secularismo es una respuesta no sólo a la diversidad de posturas religiosas, sino también a las no religiosas, de modo que si el Estado es neutro, es neutro, es decir, no puede defender que hay algo así como una razón secular que sea la koiné. A Martin Luther King le entendieron perfectamente sus coetáneos, aunque su lenguaje era eminentemente cristiano. Por tanto, no se puede defender como punto de partida que la razón religiosa o bien llega a las mismas conclusiones que la" secular" (suponiendo que sea una), lo que la hace aceptable, o bien llega a otras, con lo que habría que mantenerla al margen. No hay razones de peso para mantener esa actitud pragmático a lo religioso. No hay, sostiene Taylor, más legitimidad en el kantismo o en el utilitarismo que en el cristianismo para contribuir al debate público.
El mismo Habermas afirma que una sociedad postsecular, en la que una democracia constitucional, autoriza explícitamente a sus ciudadanos a llevar una vida religiosa, no puede al mismo tiempo discriminar a esos mismos ciudadanos en su papel de legisladores democráticos.
Todo esto no es más que una breve glosa a la obra El poder de la religión en la esfera pública, recientemente publicada por Trotta, que me vino a la mente cuando el otro día, alguien leía un manifiesto en que apelaba al carácter esencialmente privado de la religión, por ser tierra de creencias o algo así. Falso. Tan falso como decir que las creencias con respecto al estatuto moral del otro han de quedar reducidas al ámbito particular y personal: con ello nunca se habría de practicar la caridad (solidaridad, justicia social) en la medida en que no es más que una creencia.
Ufff, la cosa se complica. Y todo esto no cabe en un manifiesto de cinco minutos. Habrá que estudiarlo con detalle y ver que, en el fondo, todos somos privados y públicos al mismo tiempo. Y eso es fantástico.