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Sixto Castro Rodríguez, OP

de Sixto Castro Rodríguez, OP
Sobre el autor

6
Feb
2013

La presencia

1 comentarios

He visto la película “The artist is present” sobre la performance homónima de Marina Abramovic en el MOMA y que tanto ha dado que hablar en los periódicos. Hay algo conmovedor en ella. Cada quien va allá esperando algo distinto y ciertamente Abramovic se define a sí misma como un imán, una especie de catalizador que hace que las cosas ocurran. Lo principal es la presencia de esta artista, sentada en una sala de MOMA, frente a la cual se van sentando gentes a lo largo de varios meses. Sólo se miran. Independientemente del debate de si o por qué esto es arte, que cada vez, lejos de periclitado, considero más jugoso, no hay duda de que hay algo en este hecho sencillo de mirarse a los ojos. ¿Cuándo lo hemos hecho por última vez? Sólo los niños y los enamorados mantienen la mirada de un modo que va más allá cualquier sensación de ofensa o daño. Sin duda, en “The artist is present” hay mucho de puesta en escena: el MOMA es lo más alto a lo que puede aspirar un artista vivo, y la institución reclama sus diezmos para el espectáculo y el negocio, pero está claro que la artista ha captado algo de la naturaleza humana, un cierto anhelo que las religiones cubren para una parte de la población, y quizá lo hicieron para la mayor parte en otra época. Su performance es una suerte de confesión muda, de conversión del otro en referente absoluto, al menos durante unos instantes. Pero en nuestra época, tras tanto proceso secularizador, sospecho que buena parte de la gente ni siquiera relaciona lo religioso con esa tarea de purificación, purgación, re-ligación, curación y salvación. Para muchos, religión equivale a dogma, solo dogma extrínseco a la vida, y buscan en el arte una instancia que dé cobijo a esos anhelos. ¿Cómo hacer para volver a hacer sentir la presencia de lo cristiano en ese terreno que hemos o nos ha abandonado? Da que pensar. Y mucho.

 

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entós susurrante
6 de febrero de 2013 a las 20:15

Esta pregunta con la que despides tu comentario merecería ponerse como fondo de pantalla de ordenador o como póster de habitación. Reconozco que lo que hace la tal Marina Abramovic (quien para mí es poco más que un nombre, aunque con ciertas connotaciones no especialmente atractivas), no me parece algo mucho más allá de ser un espectáculo y dudo de su capacidad realmente transformadora, aunque, concedo que pueda llegar a ser significativo para alguien. Pero formular ante ello (por lo menos esta performance parece “más digna” que otras de las que he oído hablar) esa gran pregunta que te haces, creo que es lo más “artístico” que puede estar relacionado con este tipo de creación de situaciones. Sin embargo, no termino de ver el mérito de esta consecuencia en la propia Marina Abramovic (eso lo dejo para quien realmente vea esto como un “poiémata” , es decir, como un producto artístico, cosa para la cual quizás no nos importa –a algunos- no tener “sensibilidad” perceptora), sino en el espectador bien preparado en el que la respuesta de su experiencia estética (la cual ni siquiera tiene por qué haber sido supuesta por la artista) ante esta “performación” le lleva a plantearse esa maravillosa pregunta,la cual sí es pura consciencia presente, una áisthesis plena que nos fortalece, nos reorienta y nos devuelve nuestro sentido crítico más profundo. ¿Qué andamos buscando los hombres con tanta desorientación que nos conformamos con cualquier espectáculo porque sentimos que nos implica a cada uno en persona y que hasta podría llevarnos a cometer cualquier acto desmesurado (como se da en otras de estas “performances”)? ¿Necesitamos sentirnos valorados por nosotros mismos, sin prejuicios, sin etiquetas? ¿Necesitamos sentirnos amados “en acto”, pero sentirlo en otro desconocido, sin compromisos que se prolonguen más allá del espectáculo? Estoy de acuerdo, algo buscamos con urgencia, algo que nos limpie, nos cure, nos “amarre” al lugar del que nos fuimos, sin cuyo recuerdo vamos dando tumbos y reconociendo únicamente vagos espejismos... Si estuviéramos en la Atenas del s. IV a. C., por ejemplo, no estaría mal que buscáramos respuesta a estas preguntas vitales en la Academia de Platón. Pero han ido pasando los siglos y algo ha divido el cómputo de nuestro tiempo occidental…, y ahora estamos en otra época… ¿No querríamos conocer de primera mano el Mensaje que fundamentó definitivamente nuestra cultura, que tiene veintiún siglos de antigüedad? ¿Viajaríamos al MOMA para sentir “algo” no habitual en nuestras vidas y no seríamos capaces de mantener una mirada sobre esos textos que nos van a devolver a cada uno la sensación de ser únicos, importantes, e incondicionalmente amados? Estoy de acuerdo: el bellísimo y difícil gesto de sostener una mirada en los ojos del otro nos permite la experiencia de adentrarnos en una profundidades en que lo individual se vuelve borroso y cuando salimos de ello sentimos al otro y a nosotros mismos en mayor plenitud. ¿Qué sentiríamos si fuéramos capaces de sostener la mirada en Cristo, una mirada en un escenario y ambiente propicio para el encuentro, una mirada libre de prejuicios (¡¡este es el reto más difícil!!), abierta a dejarnos llevar a una profundidad sin límites? No es extraño que nos dé reparos, pero a lo mejor podríamos empezar por leer los testimonios de tantos, a través de los siglos, para quienes el encuentro con Jesús fue la “performance” que cambió de verdad sus vidas.

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