Por lo visto, el mundo ya no se divide en términos binarios, al menos en algunas cosas fundamentales. Pero en otras, no se aplica esta regla: o eres facha o progre, sin colores intermedios. Estar a favor, por ejemplo, de la eutanasia sin matiz alguno es progre; poner algún pero es facha. Y en este reparto de etiquetas (amigo/enemigo, tan viejo como la vida misma) quien controla la distribución del material y sobre todo quien controla el contenido de cada paquete es quien se lleva el gato al agua.
Hoy escuchaba a una exministra hablar de la eutanasia, promovida por un gobierno progresista, para “profundizar la libertad individual”. Se supone, entonces, que el progresismo tiene que ver con eso. Pero al mismo tiempo, el progresismo pide una intervención cada vez mayor del Estado para eliminar las diferencias, lo que se traduce en una merma de la libertad individual. Siempre se puede acudir a aquel celebérrimo argumento de nuestra pensadora de cabecera de que el candidato no es la misma persona que el presidente o que el brillante profesor que atribuyó a Kant la “Ética de la razón pura” no es la misma persona que el vicepresidente, dando pie a una nueva teoría filosófica sobre la posibilidad de que dos conciencias (¿es lo mismo conciencia que persona?) o dos intencionalidades (ídem) habiten en un mismo cuerpo, para concluir con el argumento paradójico de que restringir la libertad es el único modo de promover la libertad, cosa, que, dicho sea de paso, parece ser máxima de este colectivo. Aun así, buena parte de los intelectuales modernos y postmodernos que dan base a todas estas teorías creen que la libertad no pasa de ser una ficción. ¿Qué es entonces la libertad? ¿Cómo se puede profundizar? Si nos quitan la filosofía de las escuelas, los políticos mediocres y sus cantaores radiofónicos son los que crean la opinión, que, para Platón (ah, viejo facha) es lo que está más lejos del conocimiento.
Ser progresista significa pensar que la historia tiene un “telos”, que es teleológica, que se mueve hacia algún punto preciso, y que las fuerzas de la historia la encaminan hacia allá. Si no se cree eso, no hay diferencia entre progresismo y “regresismo” porque todo da igual: no hay direcciones privilegiadas. Y o bien usted adopta una filosofía de la historia, tipo Hegel (que, por cierto, ¿era progresista o conservador? Depende de quien lo lea) y seguidores marxistas y demás, y está dispuesto a correr con los riesgos de subsanar los “errores” (mataderos, en terminología hegeliana) de esa teleología, o habla en el vacío. Lo más “progresista” que podrá leer es la teología de la historia de San Agustín, para el que la historia parte de un punto y progresa hacia otro. Y se faja el hombre explicando por qué ese progreso en ocasiones se nos oculta a los ojos. De otro modo, el progresismo es un concepto hueco que podrá usar a su antojo quien ostente el poder de dotar de significados a ese marchamo. Esa dialéctica de progre/facha es tan vacía como estúpida y, en el fondo, es una magnífica estrategia de dominación… quizá también para profundizar la (ficción de la) libertad individual.
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