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Sixto Castro Rodríguez, OP

de Sixto Castro Rodríguez, OP
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8
Abr
2024
Errante y errado
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hotel

Google me avisa de que este mes pasado he estado en tres hoteles. Me deja entrever que debería haber pernoctado en el convento. Así es Google, buena gente. Me alegro de que tal información no haya caído en las garras de algún chantajista. Con tales datos de buena tinta podría haberme obligado a posicionarme en favor de la amnistía a los políticos corruptos, de la rebaja de las penas por malversación o de cosas igualmente absurdas, so pena de hacer saber a mis superiores que paso las noches en lugares de tránsito.
También a mí me llamó la atención no recordar dónde pasaba las horas nocturnas, así que me fui a ver en qué hoteles había estado, y, si el oráculo tenía a bien revelármelo, con quién, que toda esa información es bienvenida para conocerse a sí mismo.
Ajá. En efecto. En un hotel de mi pueblo estuve tomando un café con un amigo (aunque llamar hotel a algo que es poco más que bar-casa de comidas-quizá pensión es hacer de ese término una comba más que elástica, pero la inteligencia artificial tiene la última palabra). El segundo es un “hostel” que linda con un convento de dominicos madrileño, santa predicación en la que, ciertamente, pernocté. Esta inteligencia no distingue entre una ferretería y una cartuja, si se da el caso de que son contiguas. El tercero es un hotel que queda en una calle que sube hacia el convento antes mentado. Habré pasado por delante y Google decidió que había pasado allí la noche.
¿A quién creería alguien que se hiciese subrepticiamente con esa información? ¿A mí o a la máquina infalible? Algunos filósofos apelan al “principio de testimonio”, que dice que, en ausencia de evidencia en contra, debemos creer al testigo. Esta chapuza googleana no es testimonio en contra de mi declaración. Pero eso solo lo sé yo. Es más que posible que quien tenga que elegir entre mi testimonio y lo que diga esa máquina se fíe de su precisión y haga referencia a mi pobre memoria o a mi deseo de ocultar juegos de noches insomnes.
Pasada la Pascua, en la que celebramos la Resurrección, cabe recordar que, contra el testimonio de los apóstoles, las mujeres y demás testigos del hecho, se crearon “dispositivos” teóricos de todo tipo: que si mintieron, que si robaron el cuerpo, que si Jesús tenía un gemelo, que si no estaba muerto, solo de parranda, que si, que si…, que sí. En el acto de fe, decía Tomás de Aquino, siempre hay un elemento de voluntad. Quien no está dispuesto a creer a alguien no lo hará en ninguna circunstancia. Quien no quiera creer que no estuve pernoctando ni festejando en esos tres hoteles tiene ahora un magnífico dispositivo a su disposición para negar mi testimonio. Lo que yo diga carece de valor ante un dispositivo errante errado. ¿Quién nos creerá en cosas más serias sin la fuerza del testimonio?

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15
Feb
2024
Un zapato teraménico para la ley inicua
4 comentarios

zapato

Y es que vivir es ver volver. Ya Montaigne, a quien hay que dejar pasar por nuestra mesita de vez en cuando, en sus Ensayos decía aquello de que “Nada hay tan moldeable y errante como nuestro entendimiento: es el zapato de Terámene, bueno para cualquier pie. Y es doble y cambiante como las materias son dobles y cambiantes” (III, XI). El tal Terámene o Terámenes ha pasado a la historia por ser un político mutable: donde dije digo digo Diego. Un zapato que vale para ambos pies. Una amnistía que no es amnistía, o que es constitucional o inconstitucional según quién y cómo. Ay, el quién y el cómo. Ahí se juega todo.
De nuevo Montaigne: “He oído hablar de un juez, que, cuando encontraba algún conflicto difícil de resolver entre Bartolo y Baldo, escribía en la margen de su libro: «Cuestión para el amigo»; con lo cual quería significar que la verdad estaba tan embrollada y debatida en el pasaje, que si se terciaba una causa análoga podría favorecer a quien mejor se le antojara. Sólo por falta de destreza podía dejar de adoptar en todo igual criterio. Los abogados y jueces de nuestra época encuentran en todas las causas razones de sobra para resolverlas conforme a su capricho. En una ciencia tan complicada, que depende de la autoridad de tantas opiniones, y de un asunto tan arbitrario, no puede acontecer que no nazca una peregrina confusión de juicios. De suerte que por claro que aparezca un proceso los pareceres sobre el mismo se diversifican; lo que uno entiende de un modo, otro lo entiende de otro, y a veces uno mismo de distintos modos en distintas ocasiones. De lo cual vemos ejemplos a diario merced a licencia semejante, que mancha la ceremoniosa autoridad y brillo de nuestra justicia, al no fijar concretamente el sentido de las leyes y al correr de unos a otros jueces para decidir de una misma causa” (II, XII). La novedad contemporánea es que ya ni siquiera son los jueces los que determinan esto, sino directamente el amigo, que puede ser un quídam venido a más. Y así, la idea de una justicia justa se convierte en un oxímoron inficionado por la preferencia de quien manda y sus intereses. Parafraseando el dictum de Aristóteles sobre la ciencia cabría pensar que de singularibus non est lex, es decir, una ley que se elabora para favorecer a un individuo (o colectivo concreto) es una aberración conceptual, como lo era para el Estagirita pensar que había una ciencia de esta piedra concreta de aquí, según se sale a la derecha. 
A todo este proceso aberrante se une el hecho de que esta locura está sucediendo delante de nuestros ojos. Las leyes, como las salchichas, mejor no ver cómo se hacen, según se atribuye a la chispa de Bismarck. La sospecha que este refrito “amnistiero” arroja sobre todo el procedimiento legal tiene unas consecuencias incalculables. No es lo mismo aceptar que en la concreción de una ley ha habido una negociación de intereses, lo cual parece completamente legítimo, que estar viendo en primera persona y con los propios ojos (¿a quién vas a creer? ¿A tus ojos o al que vive del timo?) una colusión en la que la sociedad en su conjunto es perjudicada por un pacto fraudulento entre dos sedicentes negociadores a los que el bien común les parece una idea tóxica. El problema no es si la amnistía es constitucional o no. Hace mucho que es una “cuestión para el amigo” y será esto o aquello según convenga. El problema es que se haya planteado como posibilidad en razón de un interés inicuo. ¿Qué será lo siguiente? ¿Quién será el poderoso que pueda beneficiar a quien puede llamar al amigo para ofrecerle la cuestión? Todo está en venta. Todo es subastable. Todo es, en fin, “cuestión para el amigo”…

Y sin embargo, lex iniusta non est lex. Será ley promulgada y vinculante. Pero algo le falta. Hay en la tradición clásica de Tomás de Aquino un elemento que al menos nos debe hacer reflexionar. La ley, para él es “quaedam rationis ordinatio ad bonum commune, ab eo qui curam communitatis habet, promulgata” o, en román paladino, "una ordenación de la razón al bien común, promulgada por quien tiene el cuidado de la comunidad" (Summa Theologiae I-II q. 90, a. 4). Ojo a la comunidad, ausente de toda esta pantomima hodierna. La ley se vuelve injusta de varias maneras, entre ellas cuando “el gobernante impone a los súbditos leyes onerosas, que no miran a la utilidad común, sino más bien al propio interés y prestigio” (non pertinentes ad utilitatem communem, sed magis ad propriam cupiditatem vel gloriam (q. 96, a. 4 c.). El latín capta mejor esa ansia de poder y fatuidad. Cupiditas, gloria. En estas estamos. Pero como ya somos “superpostransmodernos”, citar a Tomás de Aquino es haber perdido el sentido. Cedamos, pues, a la cupiditas gloriosa, y a esperar el próximo desatino. 
 
 

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2
Feb
2024
Los ocho sacramentos y la conjura de los idiotas
3 comentarios

Carretera

A mis oídos llegó hace tiempo una anécdota, quién sabe si apócrifa, según la cual un profesor de teología que explicaba los sacramentos culminó una de sus magníficas lecciones con unas palabras más o menos semejantes a estas: “Hemos demostrado que los sacramentos son siete y no pueden ser más que siete… Si hubiesen sido ocho, también lo habríamos demostrado”. La posesión de esa magnífica tierra de nadie de las demostraciones de aquel terreno pantanoso que Kant denomino la “dialéctica trascendental" se adjudica al que juega mejor la partida de la germanía. Que los sacramentos sean siete u ocho, tal como lo planteaba el ínclito profesor,  es el equivalente más o menos culto de la trifulca de gallos en que ha devenido ese debate ya huero acerca de la constitucionalidad o inconstitucionalidad de una amnistía innecesaria, no demandada por el sentir general y profundamente injusta. ¡Qué más da un sacramento más o menos! Si son siete es por algo y si uno demuestra que son ocho es por razones que, quizá de manera inopinada, cambian ese mundo en el que hay razones de sobra para que sean siete. Estamos ya en otro territorio, en otro juego y en otra concepción de la persona y de lo divino. Así juegan los amnistiadores y los amnistiados esa partida con la que han cambiado las reglas de un juego que les supera. Son el ejemplo perfecto que a un griego le hubiese gustado encontrar para ilustrar su concepto de ἰδιῶται, aquellos a los que solo les importa lo suyo, a los que el bien común les es totalmente indiferente. Idiotas es como lo transliteramos en castellano.  

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