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Sixto Castro Rodríguez, OP

de Sixto Castro Rodríguez, OP
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17
Oct
2025
El texto que usa el pretexto, que es lo que cuenta
2 comentarios

venetiae

 Cuando el siglo XVII ya corría por su segunda mitad, se publicaban los Pensamientos de Pascal. Todos ellos son de una actualidad que pasma. Uno de los que tengo anotados parece describir nuestro comportamiento hodierno en las redes, en los bares, en el trabajo… en todo lugar donde hay una relación en la que uno puede atisbar una posibilidad de colocarse, siquiera mínimamente, por encima del otro. Así reza el texto del francés: “Curiosidad no es más que vanidad. La mayor parte de las veces no se quiere saber algo sino para hablar de ello. Sin esto nadie viajaría por mar si no pudiese contarlo y por el solo placer de verlo, sin esperanza de comunicarlo jamás”. En eso, seguimos siendo bien modernos. La postmodernidad en la que vivimos solo ha cambiado las formas y los medios, pero esa chispita de inmodestia que brilla cuando uno cuenta dónde ha estado, qué ha hecho, con quién ha salido  –incluso cuando escribe este blog, supongo– nos sitúa en la misma órbita en la que detectaba Pascal que estaban en los hombres de su época.
Poco tiene que ver este contar huero con el contemplata aliis tradere de la tradición aquinateana. Con ese lema, el santo defendía que, cuando se ve lo bello, lo bueno y lo verdadero, es mejor comunicarlo sin comunicarse, es decir, se trata de permitir que quien oiga acerca de lo contemplado acceda a esa realidad digna de ser contada, sin obstáculos. Pascal se daba cuenta de que sus coetáneos, de hecho, se contaban a sí mismos, y utilizaban aquello supuestamente magnífico, hermoso o digno de ser visto como un pretexto para el texto que, en realidad, eran ellos. Tambén lo somos cuando contamos el chisme, subimos la foto en tal espacio al que solo nosotros (y en realidad otros miles) tenemos acceso o informamos de en qué aeropuerto acabamos de comer un sushi horrendo a precio de faisán. Cambiar lo bello, lo bueno y lo verdadero por una pose es mal negocio. Ponerse en el medio del camino de lo que hay que entregar, peor aún.  O al menos así lo creyeron durante mucho tiempo.
 
 
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13
Oct
2025
Más náutica y astronomía
1 comentarios

barca

Tomás de Aquino afirma que los astrónomos y los navegantes estudian las estrellas, pero con finalidades diferentes: uno para conocer sus movimientos y otro para poder orientarse. Imagino que nadie considera sensato impedir el juicio sensato del navegante porque el astrónomo haya emitido un veredicto también atinado. Lo que le parecía razonable al de Aquino ya no parece serlo en nuestros días, donde la discrepancia oculta en realidad un deseo de imponer la astronomía sobre la náutica o de la navegación sobre la mecánica celeste. Uno dice una cosa, pero el otro le rebate arguyendo que alguien, con mayor autoridad –o una valoración semejante, que habrá que ver en qué se fundamenta– ha dicho otra y, por tanto, de modo falaz, trata de acallarlo. Y así nos van las cosas en esta sociedad que de plural ha mutado en temerosa. 
Considerar que hay un saber fundamental al que otros han de someterse es una tesis metafísica. La metafísica ha desaparecido del espacio de las “ciencias”, pero no de nuestras construcciones sociales, intelectuales, académicas, que están constituidas por principios metafísicos que se toman por autoevidentes. Creo haber citado a Terry Eagleton cuando decía (cito de memoria) que era de una pobreza intelectual y vital sofocante afirmar que una vez que se había descubierto el telescopio ya no había por qué leer a Dostoievski (el telescopio nos da la verdad de las cosas; el ruso solo un cierto artificio para pasar la tarde, cabe pensar que perdiendo el tiempo) y que, desde la aparición del tostador, un paso de danza no debía ser considerado más que una forma equivocada e incómoda de correr para coger el autobús. Cuando se le señala a la metafísica la puerta de salida, otra se nos cuela por la ventana, y además viene cargada de obligaciones y deberes.

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28
Abr
2025
Venidero y providencial
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providencia

Qué duda cabe que la suerte tendrá que ver con la elección del Papa. Hay infinidad de elementos incontrolados en esta elección, empezando por los cardenales. Serán de Francisco muchos de ellos, pero también son de su padre y de su madre, que son más que Francisco. Esos cardenales han tenido la suerte de no ser atropellados por un trolebús cuando eran jóvenes, y por eso han alcanzado la edad provecta que les permitió dar con un curial o un arzobispo que habló bien –o mal– de ellos, lo cual llegó, vaya usted a saber cómo, a oídos papales. O quizá han escrito un libro o una crónica que alguien leyó y esa bola fue haciéndose más grande… Puede que el Papa escuchase una entrevista que le hicieron a un pensador cristiano, le pareciese sugerente, lo promoviese a obispo y ahí empezase la carrera cardenalicia de este buen hombre, en una humilde emisora de barrio. ¿Quién sabe? Es imposible reconstruir cualquiera de esas historias sin considerar el elemento del azar.  
Este azar, así pues, constituye el presente cónclave. Pero el azar también es del Espíritu Santo. El Aquinate deja claro que el hecho de que exista el azar en cualquiera de los eventos de este mundo no significa que no haya señorío de Dios sobre la historia. Al fin y al cabo, el azar no es más que una de tantas causas segundas subordinadas a la causa primera. Si dos siervos son enviados por su señor a un mismo lugar, desde lugares diferentes, será casual para ellos encontrarse en ese sitio, pero no lo será para quien los envió. Por eso, no hay inconveniente alguno en que lo accidental haya sido concebido con una intención por alguien, “si no –dirá el santo–, sería imposible que el entendimiento formase esta proposición: cavando un sepulcro encontró un tesoro” (Summa Theol. I, q.116, a.1). Para el de Aquino, Dios integra el azar en su providencia. Otra cosa es que uno se ponga a extraer la intención de Dios de ese juego de causas segundas. Eso es harina de otro costal. Pero aceptando ese marco general, hay que dar la bienvenida al hecho de que el Papa que sea fruto de todo ese cumulo de azares –cabildeo y negociaciones sotto voce incluidas– será un Papa providencial. Nos tocará leer ese texto.

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23
Abr
2025
Pero no la ha demostrado
3 comentarios

clasona

Entre la miríada de textos y comentarios publicados a lo largo de estas tres intensas jornadas, hay uno que me ha llamado la atención. Un articulista comentaba que el papa no había demostrado la existencia de Dios. Es evidente que no, ni creo que dedicase a ello ni un minuto. No sé cuántos papas han desarrollado tratados teológicos y filosóficos. Imagino que la mayoría no lo han tomado como asunto propio. No conviene olvidar que la Suma de Teología de Santo Tomas dedica una de sus cientos de cuestiones al asunto. Una nada más. Pero el tema no es ese. El tema, como siempre, es el de la predisposición, la plantilla que nos configura socialmente.  
Hace no mucho escuchaba en la radio a un señor hablando sobre Kurt Gödel, concretamente sobre sus teoremas de incompletitud, que alababa. El tertuliano dejaba caer que también había demostrado la existencia de Dios, pero afirmaba su prueba –y aquí añadía un adverbio del tipo “obviamente” o “evidentemente”, no recuerdo con exactitud–, era muy criticable. Ahí se quedó el hombre, cuando todos habíamos abierto los oídos para ver cómo desmontaba el argumento; no lo hizo, ya que no es nada fácil comprender en detalle el desarrollo gödeliano y menos aún exponerlo en un programa de estos que la gente usa para dormir. La clave está, como en toda argumentación en el mundo ha sido, en si se aceptan sus premisas o no. Ya Tomás de Aquino señalaba el elemento de la voluntad en la creencia. Sin este, como decía un lógico, el argumento prueba, claro que sí, pero solo en la pizarra.

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25
Mar
2025
Cháchara de pistoleros
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vaquera

En la magnífica película de Anthony Mann Winchester 73, de 1950, gloriosa fecha para estas cosas, el rifle es el MacGuffin perfecto que hace que una trama trágica, la venganza anhelada por dos hermanos que se han buscado durante años, avance por un sendero narrativamente majestuoso. Me llamó la atención una escena de la película en la que, en medio de una turba de tiradores que esperan participar en el concurso, le pasan al protagonista el magnífico rifle que da título al filme, para que le eche un vistazo. La versión original dice algo así como "échele un ojo, diga una oración y páselo". Obviamente, en los subtítulos de tve la referencia a la oración ha desaparecido, por aquello del espíritu del tiempo. Pero al eliminar ese elemento, que pone el acto y sus efectos posteriores bajo la mirada de Dios, se acaba con la épica trágica del asunto, y la conversación pasa a ser un cotidiano no decir nada. No es un error de menor calado; también es una falta ética: hace decir a la película lo que la película no dice, como si a uno le imputaran un significado siniestro en su descripción del buen día que hace.
No es de extrañar esta amputación de dimensiones de la condición humana a base de ese olvido que supone no hablar de ellas. He querido escribir en un correo “Deo volente” (si Dios quiere) a una persona que suponía que lo iba a entender y a recibir la expresión como se debe recibir. El corrector, sin embargo, se ha empeñado en que debe ser “Teo volante”, cambiando la voluntad de Dios por lo que bien podría ser un personaje de un cuento infantil que quiere ser piloto de avión, subirse en un autogiro o hacer uso de los propergoles para impulsarse a la estratosfera.
Estos sesgos tecnológicos, como los de la traducción –o los periodísticos– priman ciertas cosas, desdeñan otras y, en el fondo, tienen un marcado carácter disuasorio: esto no entra dentro de lo que toca en estos tiempos. Parte de lo que antes se denominaba educación ambiental es ahora este tipo de asunción de normalidades técnicas. La tecnología cambia el mundo y deja la voluntad de Dios en manos de un volatín. Y la oración, en una mera cháchara de pistoleros.

 

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2
Mar
2025
Potentia absoluta y potentia ordinata
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Freddy

Viendo en hora de máxima audiencia televisiva a un presidente de un país abroncar a otro en directo, o incluso más, humillarlo, uno comprende que, efectivamente, esa es la esencia del poder. Así se ha entendido en el mundo moderno: el poder como la capacidad de aplastar al enemigo (o al amigo). Tal es la consideración que aparece en el Leviatán, ese texto fundacional de la teoría política moderna. En él, Hobbes reflexiona sobre el poder omnímodo de esa figura política que ha descrito, y lo equipara a Dios. ¿Por qué permite Dios que Job sufra? Porque puede, dirá Hobbes. No hay necesidad de más explicación.
La tradición tan británica de entender el poder en esos términos –heredada, por lo visto, por muchos de sus hijos– se remonta ya a la polémica nominalista. Cuanto más miro a nuestro mundo más veo que es vástago de ese debate tan típicamente medieval respecto a la omnipotencia de Dios. ¿Dios lo puede todo o Dios está limitado de algún modo (incluso autolimitándose)? La tradición católica (no toda, justo es decirlo, aunque sí la tomista) ha pensado que Dios, una vez que abre espacio al ser, respeta los límites que el mismo ser lleva en sí. La reforma, heredera de ese nominalismo, se representa, por el contrario, el poder de manera cruda, sin límites. Porque los límites parecen la antítesis del poder. He ahí lo que hemos visto en la tele. Nos lo habían contado, pero ahora lo hemos visto en horario de máxima audiencia. 
En las relaciones políticas, la diplomacia siempre ha sido un juego de respetar ciertos límites o, al menos, de aparentar que se hace. Los últimos años, sin embargo, han sido el arte de la deslegitimación de esos límites, llamados “líneas rojas”, que básicamente, son el nombre adecuado para algo que está a punto de ser abolido. No voy a pactar con tal, ni a dormir con cual; nunca amnistiaré a fulano ni cederé tales atribuciones a mengano. En fin. También visto en horario de máxima audiencia, aunque nos pidan que no creamos nuestros ojos.
“La delgada línea roja” es el título de la más fascinante película del cineasta-filósofo Terrence Malick. Esa expresión alude a la línea que separa la locura de la cordura, pero también a la piel como ámbito de contacto con el mundo y de relación con los otros. La piel, como el rostro, es una demanda: no me puedes humillar sin humillarte a ti mismo. Pero esa línea roja es también la que separa lo que los medievales llamaban la potentia ordinata de la potencia absoluta, es decir, el poder como algo que se ejerce en bien de la creación, de los semejantes, del mundo, a diferencia de ese despliegue de una voluntad, sublime ciertamente, que acaba por triunfar sobre las ruinas. Hace unos años, un anuncio de neumáticos nos recordaba que "la potencia sin control no sirve de nada". Ese este sendero medieval equivocado y enloquecido lo vimos recreado por la tele.   

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