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Sixto Castro Rodríguez, OP

de Sixto Castro Rodríguez, OP
Sobre el autor

31
Dic
2020
La bendición de Dios
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Berlín

Me acaban de enviar un enlace a la felicitación de año nuevo de la canciller alemana Angela Merkel. Una filmación espartana, una cámara que prácticamente no se mueve, con la melodía del himno alemán de fondo, repitiéndose una y otra vez a lo largo de los siete minutos que dura, el Reichstag y el árbol de Navidad al fondo y poco más. Nada de trampantojos ni vocecillas de trilera. Con ello logra un discurso parco en futesas que trasmite credibilidad a quien lo enuncia. Y, para terminarlo, la mujer desea de corazón un feliz año y la bendición de Dios, tal cual. Impensable en nuestra tele pública (y en casi todas las privadas). ¿Qué tendrá de malo desear lo que uno considera mejor? ¿Es más neutral hacer un discurso en términos kantianos o habermasianos que hacerlo en términos religiosos genéricos? ¿Qué entiende mejor el oyente ideal de esos discursos: el imperativo categórico o la bendición de Dios, una tradición que tiene milenios de existencia? Dado que, según algunos de nuestros líderes –ay, qué pensaran los extraterrestres cuando nos invadan–, hay que institucionalizar el insulto, se entiende que lo de Angela necesariamente sonaría extraño en boca de nuestros representantes. Pero, en fin, las extrañezas conforman el futuro, como bien sabemos. No puedo desear sino lo mismo que Merkel. Amén.

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27
Dic
2020
Cultura y estupidez de una señora de Tolstoi
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corea

Tolstoi, en un tratado magnífico sobre arte, que lleva el nada sorprendente título de “¿Qué es el arte?”, recuerda a “una señora estúpida pero muy culta” que se creía una gran literata, pero que no hacía más que churros a partir de despojos, préstamos y saldos que ella cosía con su falta de talento. Al menos era culta, aunque eso, por lo visto, no la salvaba de su estupidez. ¿Es mejor ser estúpido y ser culto al mismo tiempo o la cultura no modela la estupidez de ningún modo? Todo esto me venía a la mente cuando pensaba en los intensísimos debates, de enorme altura intelectual, con citas procedentes de todos los focos de la cultura que, con el objeto de provocar una iluminación de la mente y un cambio de conciencia sobre temas importantísimos que realmente afectan a toda la población (eutanasia, ley educativa, indultos políticos a políticos, gestión de la pandemia, estructura del Estado…) No se han dado en el parlamento. Ni el más mínimo ejercicio dialéctico. Por lo visto, nadie cree ya en el poder de la palabra. Todo se cuece en otro sitio. Me fascinaría ver a un diputado o a un senador cambiar la intención de su voto tras haber escuchado un alegato ponderado, bien argumentado, sólido. Pero eso no se da. Nuestros representantes, por desgracia, cada vez se parecen más a esos pobres militares (lo que habrán tenido que tragar) que sujetan su cuadernillo mientras aplauden cualquier bobada que sale de la boca de su pequeño y regordete timonel norcoreano. Aquí también se saludan con fruición leyes que van a poner a los pies de los caballos a mucha gente. ¿Tenemos representantes cultos? No lo sé. Tampoco importa. Lo otro de la señora de Tolstoi es más preocupante.

En el fondo, todo esto estaba previsto en uno de los momentos centrales de la película de esta época, Qué bello es vivir. Cuando el señor Potter quiere contratar a George Bailey y le alegra el oído con las cosas que podrá hacer con la enorme cantidad de dinero que le va a pagar, con la sola condición de que se traicione a sí mismo, también está mendigando ese aplauso. Menos mal que George Bailey, que durante toda la película está lamentando su falta de cultura, por no haber podido ir a la universidad, viajar, abandonar su pueblo…, no era el estúpido que Potter imaginaba. La estupidez, como dijo el santo, es pecado. La falta de cultura no. Y además, tiene fácil arreglo. 

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17
Dic
2020
Áteme esa mosca por el rabo
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Hegel

Por lo visto, el mundo ya no se divide en términos binarios, al menos en algunas cosas fundamentales. Pero en otras, no se aplica esta regla: o eres facha o progre, sin colores intermedios. Estar a favor, por ejemplo, de la eutanasia sin matiz alguno es progre; poner algún pero es facha. Y en este reparto de etiquetas (amigo/enemigo, tan viejo como la vida misma) quien controla la distribución del material y sobre todo quien controla el contenido de cada paquete es quien se lleva el gato al agua.

Hoy escuchaba a una exministra hablar de la eutanasia, promovida por un gobierno progresista, para “profundizar la libertad individual”. Se supone, entonces, que el progresismo tiene que ver con eso. Pero al mismo tiempo, el progresismo pide una intervención cada vez mayor del Estado para eliminar las diferencias, lo que se traduce en una merma de la libertad individual. Siempre se puede acudir a aquel celebérrimo argumento de nuestra pensadora de cabecera de que el candidato no es la misma persona que el presidente o que el brillante profesor que atribuyó a Kant la “Ética de la razón pura” no es la misma persona que el vicepresidente, dando pie a una nueva teoría filosófica sobre la posibilidad de que dos conciencias (¿es lo mismo conciencia que persona?) o dos intencionalidades (ídem) habiten en un mismo cuerpo, para concluir con el argumento paradójico de que restringir la libertad es el único modo de promover la libertad, cosa, que, dicho sea de paso, parece ser máxima de este colectivo. Aun así, buena parte de los intelectuales modernos y postmodernos que dan base a todas estas teorías creen que la libertad no pasa de ser una ficción. ¿Qué es entonces la libertad? ¿Cómo se puede profundizar? Si nos quitan la filosofía de las escuelas, los políticos mediocres y sus cantaores radiofónicos son los que crean la opinión, que, para Platón (ah, viejo facha) es lo que está más lejos del conocimiento.

Ser progresista significa pensar que la historia tiene un “telos”, que es teleológica, que se mueve hacia algún punto preciso, y que las fuerzas de la historia la encaminan hacia allá. Si no se cree eso, no hay diferencia entre progresismo y “regresismo” porque todo da igual: no hay direcciones privilegiadas. Y o bien usted adopta una filosofía de la historia, tipo Hegel (que, por cierto, ¿era progresista o conservador? Depende de quien lo lea) y seguidores marxistas y demás, y está dispuesto a correr con los riesgos de subsanar los “errores” (mataderos, en terminología hegeliana) de esa teleología, o habla en el vacío. Lo más “progresista” que podrá leer es la teología de la historia de San Agustín, para el que la historia parte de un punto y progresa hacia otro. Y se faja el hombre explicando por qué ese progreso en ocasiones se nos oculta a los ojos. De otro modo, el progresismo es un concepto hueco que podrá usar a su antojo quien ostente el poder de dotar de significados a ese marchamo. Esa dialéctica de progre/facha es tan vacía como estúpida y, en el fondo, es una magnífica estrategia de dominación… quizá también para profundizar la (ficción de la) libertad individual.

 

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14
Dic
2020
Método mui facilissimo
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guitarra2

“Método mui facilissimo para aprender a tañer la guitarra a lo español” es el título de una obra de Luis de Briceño del siglo XVII. El mensaje de este músico es que aprender no solo es fácil, ni siquiera facilísimo, sino muy facilísimo. Maravilloso ejercicio de propaganda mercantil. ¿Qué método se compararía usted para aprender la guitarra: uno fácil o uno muy facilísimo, si los resultados que le prometen son los mismos: aprender a tocar la guitarra? No hay duda posible. Solo si el bien que se busca requiere gran esfuerzo, por su naturaleza o sus circunstancias, uno elige el camino de espinas. Y haberlos haylos. Obtener un título de doctorado en el MIT ha de ser arduo, imagino. Uno puede obtener lo mismo yendo a la plaza de Santo Domingo en México, y comprando el título. Parece ser que los impresores que allí hay le imprimen a uno lo que quiera. Y si no le apetece saltar el charco, seguro que en internet puede adquirirlo. Ambos títulos (el legítimo y arduo y el falsificado y muy facilísimo) lucirán en la pared de modo indistinguible a la vista. Pero no son lo mismo. Cosas que parecen idénticas no son la misma cosa. Una política meditada y que atienda a la complejidad de la realidad y una política populista (de izquierdas o de derechas, tanto se parecen) que todo lo soluciona a base de proclamas de escasa calidad política e intelectual pueden llegar a la misma solución, en apariencia, pero no es la misma ni de lejos. El camino, el “sendero heurístico”, es importante a la hora de construir un objeto, sea el que sea. No es igual el Quijote de Cervantes que el de Pierre Menard, aunque lleven las mismas letras. Y así todo.

El método muy facilísimo de muchas ideologías contemporáneas y de siempre es la unicausalidad: el discurso gravita en torno a una sola razón que explica todo lo que sucede, sea la Unión Europea, los turcos, el patriarcado, Eva, el cambio climático o Gavrilo Prinzip. No, la realidad se configura por causas y razones muy diversas que a veces se concitan para dar lugar a cosas. El “homo unius libri”, la persona de una sola idea que lo explica todo, no es más que alguien que no se ha dado cuenta de que “el método muy facilissimo” es una estrategia de mercado. Puede que se percate cuando se le empiezan a endurecer las yemas de los dedos, y entonces se convence de que ya no quiere tocar la guitarra, pero aún así le parece que sigue siendo una buena idea vender el método muy facilissimo, que él (o ella) no está dispuesto a aplicar, porque en realidad no funciona. Y esta es la esencia de los muchos populismos que nos asuelan.

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13
Nov
2020
La obsesión siniestra con la religión
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ábside

Tengo mucho que decir respecto a esta obsesión –en el sentido mórbido del término– con la religión que tienen los partidos de izquierdas. Pero como ni de lejos podría decirlo mejor que Terry Eagleton, que conoce la cosa desde dentro y no es un tipo susceptible de que le caiga el baldón de facha, vayan sin más un par de citas:

 

  1. “Intriga que mientras que la izquierda no parece objetar demasiado a la teología judía (Benjamin, Bloch, Adorno etc.) o, digamos, al pacifismo budista, tenga aversión a la rama cristiana de la creencia” (Reason, faith and revolution, p. 67).

 

  1. “El silencio de la izquierda política sobre la religión es curioso, puesto que, en términos de extensión, atractivo y longevidad, es, de lejos, la más importante forma simbólica que la humanidad haya conocido. Incluso el deporte palidece en comparación con la religión, por no hablar del arte. Sin embargo, quienes se disponen a estudiar la cultura popular pasan de puntillas sobre esa modalidad global, la más perdurable y extraordinariamente efectiva de la cultura popular, mientras que los izquierdistas que se toman en serio, por ejemplo, el racionalismo de Spinoza o el idealismo schellinguiano, la desestiman con el más rudo de los gestos como falsa conciencia (…). Intelectuales que se precian de un entendimiento informado de la cosmología aborigen no se avergüenzan de trazar caricaturas ignorantes y empobrecedoras de las respuestas cuando se trata del cristianismo. Muchos de los que suelen discutirlo casi todo con una ausencia de apasionamiento admirable se vuelven extravagantemente irracionales al respecto” (Dulce violencia, p. 22).

Estamos en una lucha por los valores últimos. La cultura va de eso.

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12
Nov
2020
La justicia del axioma y el relato del cura
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tribunal

Tomás de Aquino defiende que la justicia es la única virtud moral que no tiene referencia intrínseca a las pasiones (ST I-II, q. 59, a.5). La justicia no tiene que ver con las pasiones, como la templanza o la fortaleza, sino con las operaciones. Me vino a la mente esta referencia con todo este lío de reescribir las historias personales y colectivas de modo apasionado o, como se dice ahora, atendiendo a los sentimientos. Uno se siente tal o cual, y reescribe su relato, igual que hacen los pueblos, los países y demás.

El caso que me provocó este pensamiento fue el del cura vasco que justificaba estos días –¡estos días!– los asesinatos etarras. La base de todo el asunto es la primacía del relato, ese artificio que nos permite colocar las piezas de un puzle, aderezarles sentimientos y dar lugar a un cóctel que solo pueden beberse los propios, porque los extraños lo encuentran impotable. La filosofía de las últimas décadas ha entrado al trapo de ese juego huyendo de la idea de “hecho” y dejando todo en el espacio de la “interpretación” (que al fin y al cabo eso es un relato: un cuento con un planteamiento, un nudo y un desenlace, y cada uno de esos elementos puede jugarse a voluntad).

Yo recuerdo demasiado bien cómo día sí, día también, los terroristas iban segando vidas, extorsionando y amedrentando a la gente con su relato. Muchos callaban porque les iba la vida en estar callados y otros callaban porque algo les tocaba en el reparto de suertes. Esto lo hemos vivido como testigos una buena parte de los españoles. Los mismos que ahora quieren escribir la historia de la verdad nos dicen que no, que no fue así, que estuvimos equivocados durante décadas, y que un golpe de ataúd en tierra (a escondidas) no es algo perfectamente serio, sino una fruslería. Si no fuese trágico, sería para echarse a reír.

Una de las últimas lecciones de Eladio Chávarri fue el axioma de protección valorativa, que viene a decir algo así como que los valores que pertenecen a distintas dimensiones no se pueden mezclar. Uno puede ser un excelente padre de familia, pero también un asesino sofisticado, del mismo modo que una batalla puede ser, desde el punto de vista estético, un magnífico espectáculo, y desde el punto de vista sociopolítico una debacle. Supongo que este principio tan elemental, como pensaba Piaget de otros principios de razonamiento, es inasequible para alguna gente, que confunde a sus amigotes o amiguetes con héroes políticos del pueblo. Parece elemental, pero declarar hombre de paz a quien me aprueba los presupuestos es violar ese axioma. Y aún es peor defender el tiro en la nuca como parte de la homilía del domingo. No deja uno de sorprenderse de que ni siquiera los zulos hayan conseguido meter un principio tan elemental en la mollera de algunos. La justicia va de obras. Las pasiones, para la templanza.

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11
Nov
2020
No mientas, que la salud importa
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Cadillac Ranch

Esta pandemia ha dañado muchas cosas y las sigue dañando. Claramente la salud, en proporciones cósmicas, porque esta no es solo que no duelan las muelas, sino que involucra una enorme cantidad de factores físicos, anímicos, psicológicos y demás. Así se desprende de la definición que da la ahora también sospechosa OMS en su página web: “La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”. Mira qué bien. Pues ha quedado tocada y bien tocada. La economía, cómo no. Ya empieza el lobo a asomar las orejas y vemos que la cosa puede requerir muchos puntos de sutura, y a ver si aguanta el remiendo. Pero también la confianza, cómo no. Hablando del lobo y sus orejas, muchos de los que estudiamos EGB y Parvulitos, educados con cuentos sedimentados en un mundo bastante real, creo, y no en uno imaginado en gabinetes gubernamentales y de coirte y confección de argumentarios, recordamos aquella historia de Pedro y el lobo –mira qué a cuento vienen los personajes–, que tenía la moraleja de que, si uno miente sistemáticamente, cuando diga una verdad nadie le creerá. En aquella época infantil nos era muy fácil hacer el tránsito hacia la moraleja deóntica: no se debe mentir. No hacía falta que leyésemos a Kant ni el Astete. La fábula nos lo decía con meridiana claridad. Pues esto es lo que les ha pasado a nuestros líderes: han mentido tanto y tan seguido que la confianza está dañada. El cuento no nos dice qué pasó después de que el lobo llegase y se hubiese comido todo lo que tenía a su alcance. Empezarían de cero, tirarían a Pedro al pilón o lo volverían a proponer como pastor… Quién sabe. ¿Le importaba a Pedro el pastor que la confianza básica de sus vecinos estuviese irreparablemente dañada? Supongo que si ostentase un cargo gubernamental, no. Lo que antes era una cierta lucecilla moral, el pudor, ha desaparecido de la escena pública como por ensalmo, ya que nos suena a aquellos pintarrajos de Il Braghettone. Qué va. Se trata del “miedo a la deshonra”, o al menos así lo entendía Aristóteles. En el caso de los políticos que salen en la tele (habrá otros), los medios les recuerdan constantemente lo que dijeron ayer y cómo hoy se han desdicho, y ni se ponen colorados. ¿Honra? Mejor barcos. Ciertamente, esto forma parte de esa desaparición del pudor de todo el espacio público. El trabajo de destrucción de todo el entramado “opresor” de las virtudes (aunque el pudor no sea propiamente tal) nos ha dejado in púribus, sin la menor conciencia no solo de culpa, que eso suena a enfermizo, sino sin una mínima ética consecuencialista que vaya más allá del corto plazo de lo que uno puede vislumbrar, que en los políticos es la siguiente jornada de negociación con sus colegas de fatigas y, todo lo más, la próxima cita electoral. Todo esto para decir que, por desgracia, algunos no nos creemos nada de lo que dicen los políticos. Nada, nada, lo cual no es, por volver al principio, nada sano. Son como las musas, que a veces mienten y a veces dicen la verdad, pero nadie sabe cuándo sucede una cosa y cuándo otra. Al menos las musas, de cuando en vez inspiraban a algún poeta. No es el caso de esta gentica, que solo sabe hacer pintarrajos. Están bien para pasar la tarde, pero Goya pasaría de largo.

 

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19
Oct
2020
Aquello de la trascendencia
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rezo

Un filósofo de la religión, bien analítico y bien detallista en sus textos, Richard Swinburne, afirma que, al analizar el problema del mal desde un punto de vista teísta, la dimensión escatológica es irrenunciable. Es obvio, pero parece que es algo de lo que nos hemos impuesto no hablar, por una cierta vergüenza torera. No se trata de que la perspectiva escatológica justifique el mal, ni que haga posible comprenderlo, ni que le haga un hueco en este mundo como forjador de virtudes. Solo se trata de que, sin esa perspectiva, la visión cristiana de la realidad está incompleta. Esta realidad le queda lejana al hombre moderno, a quien, como afirma otro gran pensador, Hans Blumenberg, le resulta ajeno que el fin de los tiempos esté por encima de lo humano. Las expectativas inmanentes del fin de la historia (que las hay a miles, sobre todo de índole político) le atraen más, porque ofrecen menos que la cristiana. Al leer las descripciones del fin de la historia de los filósofos uno se queda con la duda de si para ese viaje hacían falta esas alforjas. Por supuesto, pintan un espacio ideal, pero un espacio que continúa siendo histórico, porque lo que no es histórico parece que no puede pensarse sino con categorías históricas, del mismo modo que lo que no tiene imagen no puede pensarse sino mediante imágenes. Por eso es más fácil, socorrido y tranquilizador quedarse en las realidades penúltimas, aquellas que podemos comprender, dibujar y esbozar de alguna manera. Uno no suele estar preparado para aceptar una “otredad” radical.

El otro día se murió la hermana de un buen amigo. Él dejó de ser creyente por lo que fuera y, sin embargo, me pidió que rezásemos por ella. En el fondo rezar no es sino abrirse a esa trascendencia y a esa realidad última que es Dios, un acto bastante intempestivo y, por ello, bastante radical, en esta época de presentes perpetuos que no invitan a ponerse en perspectiva escatológica, pero sí a quedarse en lo penúltimo. O más atrás incluso.

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6
Oct
2020
La ética de la creencia
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niágara

Cuando Clifford, en su texto “Ética de la creencia”, atacaba la creencia religiosa, ponía un ejemplo interesante: si el armador envía a navegar un barco que está en malas condiciones porque confía en que la providencia no permitirá que se hunda, es responsable de lo que pase cuando se hunda, porque se hundirá antes o después. La analogía vale en lo que vale. En esta gestión de la pandemia el gobierno acusa a las comunidades, estas al gobierno y al alcalde despistado también le cae lo suyo. Uno tiene la sensación de que a los políticos la cosa pública no les importa nada en absoluto. El juego es otro y los peones que nos permitan dar jaque al rey (nunca mejor dicho) se sacrifican gustosamente. Y si alguien levanta la voz, le lanzan a los morros un cúmulo de regulaciones y desregulaciones que recuerdan mucho al “pues anda que tú” (falacia del “tu quoque”) al “vuelva usted mañana” de Larra. Parece que no hemos avanzando tanto en este siglo.

El otro día se convocó a las partes de un juicio por malversación de fondos, prevaricación y demás, de un caso que sigo más o menos de cerca, ¡11 años después de que el asunto se destapase! En cierto modo esto trasmite un mensaje muy poco edificante. Dentro de unos años, cuando alguien judicialice la desastrosa gestión de la pandemia, la situación se habrá estabilizado (a pesar de los políticos) y el calentón social habrá desaparecido. Un recuerdo siempre es una cosa borrosa que ha perdido buena parte de su fuerza emocional. Todo quedará como un mal sueño y aquí paz y después gloria.

En fin, todo esto puede encerrarse en la idea de que la gente que nos ha tocado en el gobierno (de la nación, que no sé muy bien quién gobierna en el bajo Ampurdán) en esta época de locos es desastrosa. En cualquier país civilizado un ministro y sus adláteres que se permiten invocar un comité científico de expertos que luego ellos mismos dicen que nunca existió deberían estar en la calle. Y quien les ha puesto ahí, también. Porque eso tiene consecuencias. Mandar un barco a navegar sin capitán confiando en que quizá las corrientes impidan que encalle (ya no metemos a la providencia, que no juega esta partida) es punible. Si “La ética de la creencia” de Clifford sirvió para que los religiosos pensasen qué significa creer, no ha de valer menos para que sobre los que rigen los destinos de esta nave desbocada caiga el peso de sus manejos.  

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6
Oct
2020
Analógico estáis, Rocinante
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caballo

En el habla común se ha impuesto considerar el fútbol, el nacionalismo, el ecologismo, el pacifismo y otra serie de manifestaciones culturales como religiones. Se suelen tomar aspectos de estas manifestaciones que las asemejan a lo religioso: generan una dogmática, crean un sentimiento de comunidad y pertenencia, articulan lo que se considera el modo correcto de obrar, etc. Pero la analogía llega hasta ahí. Si se dice que esos movimientos son análogos a una religión, la cosa cambia, porque la analogía, como sabemos desde tiempo inmemorial, descubre semejanzas donde priman las diferencias. Por eso la filosofía tomista aplicó esto de manera sistemática a nuestro discurso sobre Dios: al aplicar epítetos a Dios (bueno, poderoso, justo…) se hace de modo analógico. Dios es bueno, pero su bondad se diferencia de la bondad humana más de lo que se asemeja a ella. Esto suscitó en el medievo innumerables debates, que fueron ganados, seguramente, por los que postulaban que, por mucha diferencia que hubiese, hablábamos de lo mismo. Si Dios es bueno, lo será como nosotros, en un grado eminente, sí, pero de la misma sustancia. Y de esos polvos, llegamos a épocas recientes, donde los filósofos concluyeron que, ya que hablamos de la misma bondad, y solo tenemos acceso a la bondad humana, la bondad divina no ha de ser más que una proyección de la humana en un cosmos hiperuranio y, por tanto, eliminable del cuadro de cosas que hay, así que Dios se queda sin sitio.

El elemento clave, que separa la religión de todas esas manifestaciones culturales es la trascendencia. El nacionalismo, el ecologismo, el pacifismo apuntan siempre dentro del ámbito de lo inmanente, a una “trascendencia inmanente”, que parece que es la única que tiene cabida desde el siglo XIX en adelante: la paz perpetua, la nación de tal pueblo, la naturaleza arcádica… La inmanencia. Pero la religión postula como elemento inalienable una relación con lo trascendente. Y aquí es donde la analogía, que mantiene la diferencia en la semejanza, es clave. A quien afirme que esos movimientos sociales y culturales –casi siempre para deslegitimarlos– son nuevas religiones, habrá que decirle, parafraseando a Babieca (a Rocinante: “Metafísico estáis”): “analógico estáis”. Y hasta ahí podemos llegar.

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