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Sixto Castro Rodríguez, OP

de Sixto Castro Rodríguez, OP
Sobre el autor

1
Dic
2022
Vivir es ver volver o Montaigne ya lo decía
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castillo

Ahora que se acerca el fin de año, y con la suerte que se me ha concedido de poder ver con una cierta distancia “los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa” (española), me he encontrado con una cita de Montaigne que había usado en algo que escribí hace tiempo. La transcribo, porque no tiene desperdicio, si la leemos a la luz de la clase política que nos rige: “No hay más que ver a un hombre elevado en dignidad: aun cuando lo hayamos conocido tres días antes como un hombre de poca monta, fíltrase insensiblemente en nuestra opinión una imagen de grandeza, de inteligencia, y nos persuadimos de que al crecer en séquito y en fama, ha crecido también en mérito. Juzgámoslo no según su valor, sino como las fichas, según la prerrogativa de su rango. Cambie de nuevo la suerte, vuelva a caer y a mezclarse con el vulgo, todos nos preguntaremos admirados por la causa que tan alto lo colocó. ‘¿Es él? –se dice–. ¿No sabía algo más cuando allí estaba? ¿Con tan poco se contentan los príncipes? Pues sí que estábamos en buenas manos’” (III; VIII). Pues sí que estamos en buenas manos, en efecto. Manos que hacen leyes. Y a esto también tiene algo que decir el francés: “Es el caso de las leyes que se mantienen vigentes no porque sean justas, sino porque son leyes. Es el fundamento místico de su autoridad; no tienen otro. El cual les sirve muy bien. Suelen estar hechas por necios; más a menudo por gentes que, por odio a la ecuanimidad, carecen de equidad; en todo caso, siempre por hombres, autores vanos e irresolutos” (III, XIII). En fin, vivir es ver volver. Y como se acerca el fin de año, no quería dejar la ocasión de recordarlo y pensar que quizá se pueda romper ese círculo tan vicioso del eterno retorno de lo igual.

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9
Sep
2022
La reina de corazones
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bóveda

¿A qué se debe el duelo por la reina de Inglaterra? ¿Por qué tanta gente que no la conocía más que como un elemento televisivo o como parte de un imaginario colectivo se echa a llorar en cuanto le pregunta un periodista? Es curioso. No la quieren, o no especialmente; no la conocen, o no más que por la prensa; no tienen una especial intimidad con ella... y sin embargo la lloran. Es obvio que no se trata de un duelo profundo, doloroso y “purificador” como el que cuenta C. S. Lewis en Una pena en observación. Pero es duelo, al fin y al cabo. De hecho, esta mañana me he tragado los cañonazos londineses a modo de muestra de respeto, que es un modo de quitarse el sombrero a distancia. Y eso viene de la mano con el silencio. Los comentaristas de la televisión española, sin embargo, no callaron ni un solo minuto de los cañonazos, contando nimiedades para llenar un tiempo que consideraban vacío, cuando era, precisamente, un tiempo lleno por sí mismo, en el que solo hay que estar. Porque a veces, sí, en el tiempo se es y se está. Sin más.

No hace mucho, leí un texto que consideraba que la clave del asunto es que nuestra identidad práctica –quiénes somos desde el punto de vista de aquello con lo que nos comprometeremos en la vida– está constituida por muchas personas con las que mantenemos relaciones de distintos tipos. Sus muertes descolocan nuestras autobiografías de algún modo, aunque sean artistas o figuras públicas con las que no tenemos trato personal. Pero, en parte, nuestra identidad está conformada con la relación más o menos real o simbólica que mantenemos con ellos. Y esta relación cambia con su muerte. En el fondo hay un elemento muy personal en el duelo, que implica una redefinición de quiénes somos a partir de este juego de relaciones. Lo decía Platón respecto a Sócrates: "a mí también y contra mi voluntad, caíanme las lágrimas a raudales, de tal manera que, cubriéndome el rostro, lloré por mí mismo, pues ciertamente no era por aquel por quien lloraba, sino por mi propia desventura, al haber sido privado de tal amigo”. Cada pérdida, real o simbólica, nos obliga a repensar nuestra propia identidad. Quizá por eso llora tanta gente.

 

 

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15
Ene
2022
Para Dios el cero no existe
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araña

Si alguien no tiene mejor que hacer en los próximos días, mi consejo es que vea o vuelva a ver la película “El increíble hombre menguante”, del año 1957. No solo es un prodigio técnico en el que todavía se ve el trampantojo, cosa que es de agradecer en un mundo en el que distinguir lo real de lo simulado pasa por ser imposible, sino que es, sobre todo, y a mi entender, una moderna puesta en escena del relato de Job. En el fondo, la historia de Job es casi la de cualquier ser humano que ponga el pie en la Tierra. Puede que la vida no le golpee con la intensidad con la que maltrata al santo paciente, aunque el protagonista del filme, en la escena más icónica de la película, tiene que enfrentarse para salvar su vida a un arañón terrorífico,lo que no es moco de pavo.

La película que comento no es solo la historia de un hombre que va reduciendo su tamaño, conservando, eso sí, las proporciones corporales y demás (lo que seguramente mitiga su sufrimiento: la deformitas, la pérdida de la forma debida, añade un plus a la desgracia de cualquiera). Es sobre todo la historia de un duelo: el de un hombre que se ve abandonado por el mundo, que se rebela contra ello y que acaba por aceptar su nueva situación en una escena final que es absolutamente apoteósica. Por ella, algunos comentaristas hablan de esta como una película panteísta. Se ve que la glorificación contemporánea de lo natural hace que muchos se sientan cómodos en ese universo del Deus sive natura, pero el panteísmo –Schopenhauer dixit– no es sino un ateísmo cortés. No, el mensaje no es panteísta. El mensaje es el mismo que el que contiene el libro de Job: no es posible que en este universo magnífico los sufrimientos del más pequeño de los hombres (qué gran acierto la metáfora del empequeñecimiento físico) carezcan de significado para Dios. Para Dios el cero no existe. 

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30
Dic
2021
El fenómeno saturado y saturante
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marcianos

Un amigo mío, astrofísico para más señas, me contó hace tiempo que su trabajo consistía básicamente en solicitar el uso de ciertos telescopios, radiotelescopios y demás artilugios semejantes y apuntarlos, en la fecha y hora que les había sido concedida, hacia un determinado lugar del universo, durante un espacio de tiempo no muy largo, para obtener una ingente cantidad de datos. Luego dedicaban un buen número de años a estudiarlos. Como se estudia una pandemia, más o menos. Seguramente, a lo largo de estos interminables meses, habrá habido expertos en diversas disciplinas, algunas más duras, otras más blandas y las de más allá casi viscosas, recopilando datos para sus análisis futuros. Sociólogos, psicólogos, antropólogos, futurólogos, sociobiólogos, etólogos, economistas, sinólogos, politólogos, especialistas en relaciones internacionales, legistas y demás (cada quien que ubique la dureza de estas ciencias donde les corresponda) estarán recogiendo referencias como locos para conocernos mejor y poder, así, predecir por dónde van a ir los tiros de la humanidad y saber cómo vendernos mejor el próximo coche.

La situación no deja de tener su punto cómico dentro de la tragedia que es todo. Ya casi no nos acordamos de aquel acopio inmisericorde e irracional de papel higiénico, pero ahí habría unos cuantos estudiosos tomando nota del asunto, aunque en sus sesudos análisis probablemente no acertasen en lo que respecta a las razones verdaderas de esa huida hacia delante con el retrete detrás. Pero, sobre todo, lo que se ha puesto sobre el tapete, además de nuestras miserias en muchos niveles, es el infame manejo de la comunicación social de la ciencia. Básicamente ha sido y sigue siendo catastrófica. Ya no recuerdo los dimes y diretes de aquellos primeros días, pero aún hoy seguimos leyendo en cualquier periódico mensajes absolutamente contradictorios bajo la misma cabecera, al mismo tiempo y bajo el mismo respecto. No ha habido una voz que inspirase confianza, quizá con la excepción del experto burgalés del Monte Sinaí. Pero es que incluso el investigador español que alertó de que el virus se transmitía por los aerosoles tuvo que sudar tinta para que alguien le hiciese caso y, ahora que ese es el dogma, resulta que si usted quiere quitarse la mascarilla en España, lo que tiene que hacer es abandonar la calle y entrar en un bar, donde cabe suponer que hay más aerosoles que en el parque. Así todo. No es de extrañar que la gente este hasta las narices.

Yo me siento absolutamente incapaz de dar un relato más o menos unificado y sensato de lo que estamos viviendo. Todo es borrosísimo. Quizá me falta la distancia histórica. Pero esta también aniquila los detalles y solo deja para los historiadores los contornos más gruesos de una situación, por eso me río yo de los que pontifican sobre los años 60 o sobre los mil años de medievo, reduciéndolos a un par de frases sacadas de un libro. El fenómeno histórico, como decía aquel filósofo, es un fenómeno saturado, no puede comprenderse como se adivina el cambio que recibimos cuando vamos a la compra o como se discierne el mecanismo físico de un pozo artesiano. Pasarán mil años y los historiadores seguirán dándole vueltas a esta pandemia. Tendrán miles de datos, como mi amigo el astrofísico. Pero a lo que no tendrán acceso es a lo saturados que estamos –nosotros, no el fenómeno–, como los marcianos de la foto. Que el año que viene sea mejor. Feliz entre y feliz crezca.

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4
Dic
2021
Angelines, Alejandra y el Te Deum.
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juicio

Hoy la prensa se hace lenguas de lo desconocida que es Angela Merkel (en adelante Angelines) incluso para sus conciudadanos. ¡Ha pedido una canción de Nina Hagen en su acto de despedida! Sí, claro, y otras dos, que han quedado empañadas por el colorido de la cantante de la RDA, aquella que mi generación infantil, que se dedicaba a colorear mapas políticos de la Europa aún dividida, consideraba que era la Alemania “nuestra”, porque era la “democrática”. Vaya usted a saber, con once años o así, qué significa “federal”. Y si milita en algún partido político que hace de su capa federal un sayo, nunca lo sabrá, porque es un concepto dúctil y maleable a gusto de quien guste.

¿Por qué habría de extrañar que alguien elija una canción pegadiza de su juventud? Más que nada porque en cuestiones de gusto se acepta gustosamente, valga la redundancia, la paparrucha. Se supone que a uno le tienen que gustar ciertas cosas socialmente valoradas y permisibles, y otras no, así que en el foro público se miente al respecto, y aquí paz y después gloria. Algo de Bach (mejor de, por ejemplo, la Cantata del café o de El arte de la Fuga, que no son demasiado sacras), una canción popular de algún Land y otra de lo que se lleva en el mundo hodierno del espectáculo y Angelines hubiese quedado de maravilla en su elección. Pero Angelines se ha salido del guion y le ha dado por elegir nada más y nada menos que Großer Gott, wir loben Dich, un coral cuya letra es una traducción libre del Te deum realizada por Ignaz Franz. Bueno, es que el padre de Angelines era pastor protestante, dicen los que se hacen los no sorprendidos. Ya ves qué razón de peso. También lo era el padre de Nietzsche y este hubiera elegido a Wagner. O a Peter Gast. O a Bizet. También este tenía sus cambios de humor. No, no se trata de una canción de misa, como afirman en otro periódico cuyo redactor se saltó la clase en la que se explicaban los tropos y las figuras retóricas. Y tampoco es sin más un himno ecuménico, que dicen los más desesperados por encontrar una justificación para la elección de Angelines que, sin duda, muchos de sus lectores encontraran pias aures offendens.

En general, la prensa ha corrido tras Nina Hagen y sus escribanos han hecho interpretaciones de lo más colorido, y nunca mejor dicho, de la canción de Hagen elegida. Por suerte, siempre nos quedará el oasis en el desierto de lo cutre y de la vagancia. La redactora de la Frankfurter allgemeine Zeitung, Alexandra Kemmerer, se ha puesto a escribir pensando que sus lectores no eran totalmente estultos y que, si leían su columna, era porque les interesaba el asunto, así que centra su relato en el Te Deum, del que dice: “Después de todo, ¿qué sería de Europa sin el Te Deum? El Te Deum de Reims, con el que concluyó la solemne "Misa por la Paz" de julio de 1962, en la que participaron Adenauer y De Gaulle en la catedral devastada por la guerra, forma parte de la historia de la integración europea”. Hasta el festival de Eurovisión tiene como himno el Te Deum, aunque algunos de los eurofans más empedernidos nos pidan que no felicitemos la Navidad, como si viviésemos en Alfa centauri. Pero Alexandra no se queda ahí, sino que, haciendo un guiño a Hagen, pone los puntos sobre las íes: “Porque el Te Deum, incluso sin película en color ni rosas rojas, es un poderoso drama, un espectáculo del Juicio Final, convertido en piedra en los tímpanos de los portales de las catedrales de la Edad Media”. Y ya, por si alguien no se daba por enterado de que Angelines pudo no haber elegido ese himno por razones paternas (que siempre pueden salir a relucir, como coartada, en nuestra freudiana época a modo de secreto rector de toda nuestra vida no socialmente tolerable), espabila al ignaro que no se da cuenta de que la vida va en serio: “Ángeles, querubines y serafines, los patriarcas del Antiguo Testamento, los mártires y los santos, las vírgenes y los confesores, los poderosos del mundo y el pueblo, una congregación diversa de toda clase se reúne en torno al Juez del Día Final. Ignaz Franz, en su traducción libre, pone en boca de esta congregación una súplica esperanzada y al mismo tiempo severa: ‘Sólo en Ti esperamos, no dejes que quedemos defraudados’. En el original latino, el cambio de los ampulosos coros angélicos al sobrio final no podría ser más fuerte. Al final sólo queda un pequeño ser humano que dice: In te, domine, speravi. Non confundar in aeternum: “En ti, Señor, he puesto mi esperanza. No quede yo defraudado para siempre”. Por cosas como estas alguien muy querido para mí decía que Carlos V era quinto de Alemania cuando era primero de España. La última lección de Angelines. Y de Alejandra. Olé por ambas.

 

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14
Nov
2021
Animus/anima
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puesta de sol

El otro día, en una conversación, a alguien se le descolocó una letra y se refirió a su ministerio como cura animorum. Luego comprendimos que se refería a la cura animarum. El episodio me dio que pensar. Uno se mete tanto en el animus de los que le rodean que se olvida del anima. Fácilmente acaba convirtiéndose en un terapeuta que sondea el espacio de los sentimientos, las vivencias y demás (lo cual es imprescindible: llorar con los que lloran y reír con los que ríen, que dice el apóstol), y se arriesga a olvida el anima, que, aún más si cabe, es de cada quien y no es fácil meterla en un espacio terapéutico; requiere, sin duda, un análisis que no es estrictamente anímico, sino más bien, “almario”

En una ocasión, un fraile que habitaba en una de las mayores megalópolis del mundo me decía que cuando caminaba por la calle él veía fundamentalmente almas. Sin duda el animus casi siempre está en situación precaria. Solo hay que salir a la calle y hablar con el personal. Pero ¿qué pasa con el anima? ¿Realmente está poblado el mundo de almas carentes de todo? ¿Cómo se cuida el alma en un mundo en el que ese término no encubre más que un vacío para buena parte de la gente? Cambiar una letra es fácil. Pensar qué hay detrás de ese cambio nos lleva a repensar las cosas.

Estos días, con motivo del atropello de una niña en Madrid y de la carta que escribieron sus padres, se han publicado diversas reacciones periodísticas, desde el magnífico texto de Jorge Bustos "El abrazo de María", en El Mundo, señalando la magnificencia del cristianismo como elemento estructurador de nuestro modo de estar en el mundo, hasta otras algo más elefantíasicas (en el sentido de desproporcionadas y, aprovechando la paronimia, como de elefante por cacharrería), que se rebelan contra la misma posibilidad de que en el ámbito público se haga presente a un dios que ellos consideran  sanguinario. De vuelta al principio. Si todo es cuestión del animus, nada de lo que ha sucedido es siquiera soportable. Si lo que está en juego es el anima, entonces las cosas se colocan de otro modo, no más fácil –quizá mucho más complejo y doloroso– pero formando parte de un todo absolutamente verdadero, como nos recuerda Job. Es cuestión de anima.

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30
Jun
2021
Indultos teológicos
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tribunal2

Este asunto de los indultos muestra la viveza de la teología. Por algún sitio he contado que la teoría de las artes es teología disfrazada y varios politólogos, de modo especial Carl Schmitt, sostienen que las categorías políticas son categorías teológicas secularizadas. El caso del indulto es palmario. Es una gracia y, como tal, inmerecida. Es por tanto algo que rompe el orden natural de las cosas, como el milagro. Las leyes, divinas y humanas, se ponen aparte. Los teólogos se han devanado los sesos por ese carácter de pequeña injusticia que –a nuestros ojos– tienen la gracia divina y el milagro (¿por qué ese es el elegido? ¿Qué tiene que no tenga yo?) y no seré yo quien siquiera piense en resolver la cuestión que, es, insisto, eminentemente teológica y no tiene nada de secular, como lo es buena parte de la teoría política. Hobbes sostenía que Dios permitía el mal porque podía. ¿Por qué le atiza inmisericordemente a Job? Porque puede. Por analogía, se desarrolla la omnipotencia del gobernante moderno absoluto. De eso quedan resabios: indulto porque puedo. No hay más que hablar.

No obstante, el cambio que se ha dado en esta deriva es que, quizá por actuar de modo inconsciente, esta teología ya no es racional, argumentativa ni nada que se le parezca, sino que es teología sentimental. "Puedo porque siento". Los principios son los sentimientos, y esos son inexpugnables. Los filósofos modernos pensaban que los sentimientos eran individuales, personales e intransferibles (y un tanto farragosos y opacos, dicho sea de paso), mientras que el concepto era aquello que pretendía universalidad. Ahora los sentimientos pretenden derechos y esto nos abre a un mundo nuevo, inexplorado y complicadísimo, porque la apelación al sentimiento se ha aceptado como regla válida de razonamiento y puede utilizarse como antaño se usaba un modus ponens, es decir, como un recurso lógico válido. De esta premisa, aplicando la regla del sentimiento, puedo derivar aquella otra. Y así, ley tras ley, en las que se legisla a partir de qué o cómo se siente cada quien, indulto tras indulto, construidos sobre sentimientos respetables (y otros preteridos, no se olvide ese detalle), aunque con ellos vaya la bolsa y la vida…  vamos dando paso a un mundo nuevo en el que dioses de chichinabo van llenando espacios que nos seguimos esforzando en dejar vacíos. Teología sentimental. No pinta bien.

 

 

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16
Jun
2021
1984 sin vergüenza (o junto)
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pared

Una de las cosas en las que la novela 1984 se adelantó a su tiempo, pero al mismo tiempo, valga la redundancia, se quedó obsoleta, es en la imaginada oficina de reescritura del pasado en la que trabaja el protagonista, Wilson. Allí se dedica a destruir todo tipo de documento que pruebe que el pasado fue de una manera diferente a la relatada por el discurso del Gran Hermano. Si antes Oceanía estaba en guerra con Eurasia y ahora lo está con Asia Oriental, la historia ha de ser que siempre estuvo en guerra con Asia Oriental. Pero para propagar esa paparrucha era necesario (así lo creía ingenuamente Orwell) que el pasado fuese borrado para que otro nuevo relato ocupase su lugar. Este juego que parece tan de hoy es, sin embargo, de ayer. Hoy ya no hace falta ni siquiera ocultar el pasado. Simplemente basta con no hacer caso a lo que uno hizo, dijo o prometió y todos contentos. Nos hemos acostumbrado a que nadie se retracte, dimita o sienta siquiera algo de vergüenza. La única vergüenza que existe en el ámbito público es la vergüenza a tener vergüenza. De este modo, la maquinaria de destrucción y de reescritura constante del pasado ya no hace falta, porque da igual. Los personajes públicos no parecen querer mantener ningún tipo de continuidad con quienes fueron ayer, de ahí que se vean abocados a raras teorías metafísicas que sostienen la discontinuidad entitativa de un presidente y un candidato, o del mandamás del miércoles y el del jueves. A esto colabora el mantra postmoderno del relato, que se confunde con la realidad. Los teóricos de la literatura, todavía muy pacatos, popularizaron la diferencia entre lo que se cuenta y cómo se cuenta (hay un lo que), pero quienes han ganado la partida son los que dicen que no hay qué, sino solo cómo. Se nota que muchos de ellos no pagan la luz de su bolsillo.

En algún momento, ingenuamente, pensé que la analogía entre internet y la memoria de Dios era buena. Todo lo contiene la red en algunos de sus múltiples vericuetos. Qué se ha dicho, dónde se ha estado, qué se ha comprado. Pero la memoria de verdad no es solo un contenedor, sino un espacio en el que las cosas son conocidas tal como son. Esto, decían los clásicos, nos está vedado y solo es accesible a la divinidad. La esperanza era llegar a conocer un día de ese modo. Ya no. Ahora parece bastar el cuento, el relato, la partida de ajedrez. Que gane el mejor pues.

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13
Abr
2021
Tanto falso dilema
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Eladio

Si los políticos que nos gobiernan hubiesen leído a Eladio Chávarri, no dirían las tonterías dilemáticas que sueltan. O esto o lo otro, como si no hubiese mil cosas posibles entre esto y lo otro. Me llama la atención sobremanera ese falso dilema que se ha planteado entre salud y economía: ¿por qué elegir solo entre valores biopsíquicos (salud) y económicos? ¿Qué pasa con los valores lúdicos? ¿Y los religiosos, estéticos, éticos, cognitivos y sociopolíticos? Cada una de estas series de valores es tan real y fundamental como la otra, y se relacionan mediante lo que Eladio Chávarri llamaba el “axioma de protección valorativa”, que viene a decir que ninguna de estas dimensiones puede ser reducida a otra, ni sustituida por otra o desarrollada en marcos ajenos. Durante esta pandemia, que sigue coleando, han desaparecido del tablero de juego un montón de dimensiones. Se han sacrificado desde el principio, como si, para los gestores de la cosa, el ser humano solo fuese un haz de valores económicos y biopsíquicos. Pero es un ser social que tiene una familia (tachado), que necesita procurarse espacios y experiencias lúdicas (tachado), que necesita tener un conocimiento veraz (tachado)… Todo esto no ha jugado papel alguno en las proclamas de “salud o economía”. Y así ha pasado lo que ha pasado, por no prestar atención a esa riqueza plural de valores y a los contravalores que cada una de estas dimensiones engendra. Todo este mapa que nos permite andar por el mundo con los pies bien calzados ha brillado por su ausencia en este discurso cutre de dilemas. Kierkegaard insistía en al “aut-aut” (o lo uno o lo otro) para meternos de lleno en el espacio religioso. Eladio Chávarri, por el contrario, era mucho más del “et-et” (lo uno y lo otro). Son modos distintos de estar en el mundo y de salir del dilema a otro espacio en el que este desaparece. Así que cuando alguien trompetea aquello de “socialismo o muerte” (o cosas parecidas), la mejor respuesta es: opción c (o d, e, f...).  

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18
Mar
2021
El rostro de Casiopea
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Casiopea

Ayer, en clase, hablábamos, de pasada, sobre si el orden es una propiedad de lo real o algo que nosotros imponemos con nuestra mirada sobre las cosas. Quise poner el ejemplo de las constelaciones para iluminar el asunto, aludiendo a la idea de que las formas que vemos en el cielo no están “en el cielo”, sino que “juntamos” estrellas muy distantes para “ver” Casiopea o la Osa menor. “¿Habéis visto Casiopea?”, les pregunte, precisamente porque esa W me parece la constelación más facilmente reconocible del cielo. No la habían visto. Sorpresa. “¿Y la Osa menor?” Tampoco. Pero, “¿miráis al cielo alguna vez?”. “No”. Fin del debate. Si no se mira al cielo físico, que está ahí, a la vista nocturna, cualquier otro cielo les sonará a chino mandarín.

Este hecho es de los que me hacen tomar conciencia de que el mundo ha cambiado tanto que a veces parece que en él cohabitan personas que viven en casas y patrias distintas. El mundo es mi casa, dice aquel, sin darse cuenta de que hay, como dice el Evangelio respecto a otros asuntos, muchas estancias constituidas por intereses y motivaciones tan distintos como los que configuraban para San Agustín la Ciudad de Dios y la terrena. Vivimos en casas de colores muy distintos, con formas diversas y que se airean a distintas horas. En unas casas Casiopea es una realidad cotidiana; en otras no se habla de ella, e incluso se ignora su existencia. También hay casas en las que se asoma la nariz por la ventana para contemplar la constelación, pero no se sabe qué es un youtuber. Sin embargo, más allá de Casiopea y de Youtube, de modo inopinado, surgen ciertas realidades que nos vuelven a poner en sintonía.

En clase de Estética, cuando se trata el asunto ético, suele ser tema de debate la diferencia entre pornografía y erotismo, que generalmente se despacha con un “cuánto se enseña o cuánto se sugiere”, que es una forma de ponerle puertas al campo, es decir, que sirve para bien poco, incluso desde el punto de vista teórico. La clave, según algún autor, es el rostro. En un caso el rostro no existe, y en el otro es el elemento central. Y ahí, sí, de repente todos parecíamos estar en el mismo barco, en la misma patria y en la misma casa. Todo el mundo asentía a la centralidad del rostro en nuestro modo de estar en el mundo. Un tema aparentemente tangencial nos llevó a una revelación ética de primera magnitud: la importancia del rostro, cuyo ocultamiento en esta época de mascarillas se nos hace un cierto símil del ocultamiento de lo divino en momentos de oscuridad. Tardaremos en recuperarnos de esas veladuras, porque el rostro es lo que nos permite ofrecernos y recibir el don de la presencia del otro. Si Casiopea nos situó en mundos distintos, el rostro nos mostró que, ciertamente, estamos en el mismo barco.

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