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El rostro de Casiopea
1 comentariosAyer, en clase, hablábamos, de pasada, sobre si el orden es una propiedad de lo real o algo que nosotros imponemos con nuestra mirada sobre las cosas. Quise poner el ejemplo de las constelaciones para iluminar el asunto, aludiendo a la idea de que las formas que vemos en el cielo no están “en el cielo”, sino que “juntamos” estrellas muy distantes para “ver” Casiopea o la Osa menor. “¿Habéis visto Casiopea?”, les pregunte, precisamente porque esa W me parece la constelación más facilmente reconocible del cielo. No la habían visto. Sorpresa. “¿Y la Osa menor?” Tampoco. Pero, “¿miráis al cielo alguna vez?”. “No”. Fin del debate. Si no se mira al cielo físico, que está ahí, a la vista nocturna, cualquier otro cielo les sonará a chino mandarín.
Este hecho es de los que me hacen tomar conciencia de que el mundo ha cambiado tanto que a veces parece que en él cohabitan personas que viven en casas y patrias distintas. El mundo es mi casa, dice aquel, sin darse cuenta de que hay, como dice el Evangelio respecto a otros asuntos, muchas estancias constituidas por intereses y motivaciones tan distintos como los que configuraban para San Agustín la Ciudad de Dios y la terrena. Vivimos en casas de colores muy distintos, con formas diversas y que se airean a distintas horas. En unas casas Casiopea es una realidad cotidiana; en otras no se habla de ella, e incluso se ignora su existencia. También hay casas en las que se asoma la nariz por la ventana para contemplar la constelación, pero no se sabe qué es un youtuber. Sin embargo, más allá de Casiopea y de Youtube, de modo inopinado, surgen ciertas realidades que nos vuelven a poner en sintonía.
En clase de Estética, cuando se trata el asunto ético, suele ser tema de debate la diferencia entre pornografía y erotismo, que generalmente se despacha con un “cuánto se enseña o cuánto se sugiere”, que es una forma de ponerle puertas al campo, es decir, que sirve para bien poco, incluso desde el punto de vista teórico. La clave, según algún autor, es el rostro. En un caso el rostro no existe, y en el otro es el elemento central. Y ahí, sí, de repente todos parecíamos estar en el mismo barco, en la misma patria y en la misma casa. Todo el mundo asentía a la centralidad del rostro en nuestro modo de estar en el mundo. Un tema aparentemente tangencial nos llevó a una revelación ética de primera magnitud: la importancia del rostro, cuyo ocultamiento en esta época de mascarillas se nos hace un cierto símil del ocultamiento de lo divino en momentos de oscuridad. Tardaremos en recuperarnos de esas veladuras, porque el rostro es lo que nos permite ofrecernos y recibir el don de la presencia del otro. Si Casiopea nos situó en mundos distintos, el rostro nos mostró que, ciertamente, estamos en el mismo barco.