23
Nov
2007Nov
Los neoplatónicos pintan sus habitaciones
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Sí, es cierto que no suelo contestar a los blogs, porque de hacerlo no haría otra cosa, dada la calidad y calidez de muchos de los comentarios que aquí se vierten. Pero el neoplatonismo, qué interesante es: la unidad por encima de todo. Hoy tengo cuerpo de Plotino, así que sin rollos y en dos palabras: hay un principio divino, que es el Uno, del que emana o procede todo, lo espiritual y lo material. La materia es lo más alejado de la unidad, es pura dispersión, y sólo al introducirle lo espiritual (las ideas, los conceptos), se la acerca de nuevo a su origen unitario. Y en todo late ese deseo de unidad. Buena parte de la filosofía (y de la teología, la ciencia) se basa en eso: buscar la unidad (en forma de teorías cerradas, fórmulas matemáticas o físicas que lo expliquen todo, etc.). Los postmodernos (casi desde Nietzsche en adelante) dicen que ni hablar del peluquín, que las cosas son múltiples, difusas y son así, no pueden reducirse a nada "otro". Sólo queda interpretar y jugar con las interpretaciones.
Dice Terry Eagleton, en una obra que titula El sentido de la vida (aún no se ha traducido al español), que los postmodernos se parecen mucho a las tortugas: a ambos la idea de la condición humana les es completamente ajena. Al resto de personas nos importa bastante. El neoplatonismo, que es una teoría bastante complicadilla y que forma parte de nuestra tradición cristiana (las herejías de índole neoplatónica en los primeros siglos, en las que Cristo es un eón que emana del Uno paterno son numerosísimas), va reapareciendo de vez en cuando en la historia. Buscar el uno por encima del bien y del mal, decía Battiato. Y es que el Uno es también belleza (y verdad, y bondad…), por eso, el último neoplatónico con el que me he encontrado (y que nos ha dicho a todos claramente que no todo es lo mismo) es un contratista de Cangas del Narcea, mi pueblo de origen, que, ingresado en el hospital y viendo el horror de habitación que le habían asignado, envió a su cuadrilla de obreros para que, en veinte minutos, la remozasen y la dejasen bella, es decir, como Dios manda. Si todos fuésemos un poco más neoplatónicos y buscásemos la belleza, otro gallo nos cantaría.