Hace un ratito que leí la historia de portada de la revista Time de esta semana. Va sobre los escándalos sexuales en la Iglesia y el lío que el Papa tiene ante sí. Lo que más me ha llamado la atención de la lectura del artículo es una cosa: la eclesiología que maneja el autor del artículo (que, dicho sea de paso, se corresponde bastante con la que maneja mayormente la jerarquía católica) y que, a mi humilde parecer (nunca fui experto en esta materia, no pretendo serlo ni lo seré, sin duda alguna, ya que nunca me atrajo especialmente –como tampoco me atrae la entomología, por poner un ejemplo–) es absolutamente pre-Vaticano II. Recuerdo haber leído a Congar en esta asignatura, cuando la estudiaba allá en mis años jovenzuelos y ahora, recordando aquellas horas de lectura no buscada ni gustada, me doy cuenta de que los conceptos, las ideas y las categorías que manejan los comentaristas vaticanistas me son sumamente ajenos por ultramontanos. Pero eso tiene una causa (una de tantas) en el uso, la insistencia y la pesadez de muchos jerarcas en una vuelta a la época de Trento, a la idea de la cristiandad y a la alabanza de lo jerárquico-papal en unos términos que parecen extraídos de una batalla contra la reforma. ¿Existe la Iglesia que retrata el artículo de Time? Claro que sí. ¿Es la única? En absoluto. Mirar más allá de los montes, a cada instante, siempre y para cada cosa, con tortícolis inducida por tener siempre un ojo puesto en Roma, no es más que una de tantas tradiciones (con minúscula) que no hay por qué sacralizar (teniendo en cuenta que son, por otra parte, tan novedosas y tan hijas de épocas determinadas que no valen para todo momento). Y lo ultramontano tiene muchos más inconvenientes que ventajas, al menos para un cristiano.
de Sixto Castro Rodríguez, OP
Es doctor en filosofía y bachiller en teología, además de titulado en órgano. Trabaja como profesor de estética y teoría de las artes y de teodicea.