24
May
2007May
Paladares
11 comentariosNo sé por qué extrañas asociaciones mentales, esta mañana, comiendo un arroz más blanco que la nieve, recordaba el arroz que hace mi madre. Y es que mi madre hace el mejor arroz del mundo, la mejor sopa, las mejores croquetas, el mejor potaje de berzas... No hay Ferrán Adriá que se le acerque, vamos, ni de lejos. Bueno, mi abuela preparaba mejor el pollo con patatas y mi otra abuela hacía unas patatas redondas y unos macarrones, y un pulpo y un caldo de grelos… que se me está haciendo la boca agua sólo de recordarlo. ¿Es que acaso mis abuelas han roto el círculo de exclusividad de mi madre? Pues es posible, porque las abuelas son casi tan madres como las madres. Y a eso queda uno ligado toda su vida. Al paladar de las madres y de las abuelas. Y no sólo al paladar bucal, sino también al paladar religioso. El otro día me contaba un fraile que al decir en una clase que el “Jesusito de mi vida, eres niño como yo…” no pegaba en boca de una persona mayor (por su contenido, claro está), alguien de provecta edad le respondió que aún lo rezaba. Y razones suficientes para rezarlo tendría, sin duda. Porque probablemente se lo había enseñado su madre o su abuela, o su tía (ojo al dato, casi siempre las transmisoras de la fe son ellas y no ellos). En los momentos de crisis, de necesidad, nos viene a la mente la seguridad que nos proporcionaba nuestra madre y la oración también es plegaria en los momentos de indefensión, en la noche, en los momentos de tránsito. Da igual que venga Adriá a venderme caviar de aceite de oliva, pues las croquetas de mi madre serán infinitamente (y objetivamente) mejores. Da igual que el último investigador me aporte no sé qué dato exegético que él considera relevante para el modo de orar. Fides ex auditu y las oraciones que me enseño mi madre no quedan empañadas ni por cien años de profunda teología alemana. Son ámbitos distintos.