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Sixto Castro Rodríguez, OP

de Sixto Castro Rodríguez, OP
Sobre el autor

1
Mar
2015

Personas y cosas. Cristianos y artes

1 comentarios

Los últimos ataques del llamado Estado Islámico a las esculturas y demás de Mosul son una muestra clara del poder que tiene el arte, pero no en cuanto cosa para ser vista en los museos (que ese poder es bien poco, más allá del ir de paso antes de comerse unas croquetas en el entretiempo entre el museo y lo que venga después), sino en tanto manifestación, recuerdo y presencia de una forma de vida, aunque esté muerta y fosilizada. Las revueltas y querellas iconoclastas han estado presentes a lo largo de toda la historia. Y en ellas, junto a las destrucción de imágenes (y de textos, que eso tampoco es nuevo) venía la matanza de personas. Van de la mano. Por eso son tan significativas todas esas ruinas, esos ataques y vandalismos a esas cosas que ahora y aquí llamamos arte y a los símbolos que constituyen una forma de vida, que no se pueden explicar, como casi ninguno de los genocidios de la historia, como simples actos de enajenados.

Nadie se escandaliza porque se queme algo, sino porque en lo que se quema está presente mucho más que lo materialmente quemado. Si destruir arte es acabar con una forma de entender el mundo, imagínate qué es acabar con una persona, con un pueblo, con una historia. El hecho es que esta destrucción museística, que ha dado lugar a tantas reacciones, más que justificadas, viene precedida (y nos tememos que seguida) por la masacre continua de cristianos por el simple hecho de serlo. Y eso da que pensar. Como tantas veces en la historia hay víctimas selectivas. Y eso no puede ser. Realmente la destrucción de esas obras es una tragedia. No tiene sentido establecer comparaciones entre lo que no es comparable. Pero por si acaso, he de decir que, en este caso, es la menor. Con diferencia.
 

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JM Valderas
1 de marzo de 2015 a las 16:55

Con frecuencia, iba a decir, siempre, la destrucción del arte va acompañada de la destrucción de la persona. Los revolucionarios de 1789 lo mismo quemaban las iglesias que guillotinaban a curas e individuos de significación religiosa. Igual convertían la iglesia dominicana de Perpignan en un granero que cortaban la cabeza de Lavoisier. Los libros de los discrepantes ardían en la misma pira que el infeliz sentenciado. Cuánto destrozo, además de rapiña, causaron las tropas napoleónicas, ellos que presumían de portadores de luces. Cuántas muertes les acompañaron. Por no mencionar la guerra civil nuestra. La de libros que quemaron las famosas Juventudes Libertarias en esta tierra catalana, la de retablos que ardieron y el ingente número de católicos asesinados. Todo en el mismo paquete. Incunables y miniaturas. Tallas románicas y sacristanes. Nadie por estos lares se atrevería a decir hoy que Companys fue el que fue. El que se rió con sorna ante Aguirre que buscaba un templo para acudir a misa... "Alguna habrá, pero no cree que quede cura vivo para celebrarlo". Se había él preocupado de que así ocurriera.
Fue estremecedor ver la barbarie de la destrucción del museo por fanáticos. Sobrecogedor el asesinato vil de cristianos. No pensé entonces que aquí todavía se venera y se honra cada año a un inductor de una barbarie no menor. En personas, libros, obras de arte.

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