Feb
¿Y después, qué?
3 comentariosVaya preguntita, qué pasó después. Pues, como en el poema de Cervantes, fuese y no hubo nada. Una cosa es ser más o menos apologeta (aunque esta palabra suena tan mal hoy… recuperemos el sentido que tenía en los Padres, por favor, que evoca, entonces, algo razonable y hasta necesario) y otra cosa es convertir. Santo Domingo era Santo Domingo y dudo que el tabernero se convirtiese sólo por los razonamientos de N.P. Nadie cambia de vida por razonamientos, sino que una vida se cambia por otra vida infundida. Von Hildebrand se convierte al catolicismo nada más y nada menos que tras años de contacto con Max Scheler (que algo más que discursos fenomenológicos podría esgrimir); otros tras una experiencia estética o religiosa intensa. San Pablo alcanza nueva luz después de que la luz nueva le golpee. Hay múltiples carismas, y no es el mío el de convertir a nadie, me temo, como tampoco son tantos otros. Tampoco yo me convertí a su fe por el discurso que me soltó: sus argumentos eran poco convincentes, ésa es la verdad, pero su vida seguramente lo era más. Ahora bien, el proceso de conversión, sea hacia donde sea, siempre es largo, aunque pueda tener su cénit en un momento de despojamiento. Las Vitae fratrum y otras narraciones semejantes nos cuentan siempre el instante de cambio, la “peripéteia” de la que hablaba Aristóteles, el momento en que todo cambia, después, quizá, de que nada haya cambiado. No, no convertí al gruísta, ni el a mí. Pero seguro que ninguno de los dos salió como había entrado del encuentro.