En la Iglesia de San Pablo de Valladolid se recaudaron, en la colecta del pasado domingo, más de 6000€ para ser entregados a Haití. Y así serán, íntegramente entregados, por medio de Acción Verapaz, que hará llegar a los frailes y hermanas que trabajan allí el millón de pesetas para que disciernan cómo cubrir las necesidades más perentorias. Porque, como decía el Aquinate, la gracia no destruye la naturaleza (sino que la perfecciona), y sin naturaleza no hay “lugar” en el que se aposente la gracia: si falta el alimento, el techo, la escuela, la salud y el calor no puede actuar la gracia (ya San Bernardo, si mal no recuerdo, decía que los monjes tenían que comer para poder rezar). Por eso no cabe defender espiritualismos sorprendentes, porque el hombre no es dos trozos (cuerpo-alma) sino una unidad que vienen dada por lo que el Aquinate llamaba la forma sustancial y que nosotros, en términos contemporáneos, podemos decir dado por el ser persona.
Así que esos 6000€ irán, sin perderse un céntimo por el camino, a Haití. De hecho, hoy iba Miguel Ángel Gullón desde Santo Domingo a Puerto Príncipe a entregar en mano los 7000$ que obtuvieron en el maratón que organizó Radio Seybo en República Dominicana. A Dios rezando…
Se ha montado buena con las declaraciones del obispo de San Sebastián respecto al mal y a Haití. Desde luego, no ha estado nada, pero que nada acertado. Ahora bien, cuando alguien dice una cosa, hay que entenderla en un sentido amplio, exactamente como hacen los expertos que se dedican a cuestiones de crítica textual, es decir, no se puede pensar, de modo razonable, que un obispo y, en general, un cristiano sensato, desprecie la muerte de cientos de miles de personas en un desastre natural. Si nos encontrásemos ese texto en un manuscrito, trataríamos de ver qué sentido tiene eso en el contexto de la obra del escritor, de sus creencias, etc. Simplemente no es creíble que lo que quisiera decir el obispo es que no pasa nada y que es mucho más grave que la gente no vaya a misa. No es creíble, aunque, como a cualquier texto, puede hacérsele decir lo que se quiera siempre que haya un auditorio dispuesto a recibirlo.
Y es que ayer iba en el metro escuchando a unas muchachas que iban poniendo a caldo al obispo y, por participación, a toda la Iglesia, a las monjas que les dieron clase en su época y a todo lo que se movía. ¿Qué se puede decir? Bueno, si yo oyese a un dirigente comunista decir que la aspiración de su vida es llegar a tener una buena suma en las islas Caimán, pensaría que, o bien ha dejado de ser comunista, o bien le he entendido mal. De modo semejante, supongo, cabe pensar que desde una visión cristiana, en la que el mal es una tragedia incalculable (¿acaso no está eso en el Evangelio?, ¿acaso hay respuestas fáciles en algún sitio de la Escritura –ni siquiera el libro de Job da respuestas–¿), éste no tiene la última palabra. Es así de sencillo y así de increíble (y cuando digo increíble quiero decir que no es una proposición que haya que meter en el vademécum y soltársela al que está pasando por el trance, sino que hay que ponerla en práctica). ¿Dónde estaba Dios? Seguramente en Haití.
Al ver las imágenes de desolación de Haití que abren casi todas las portadas de los periódicos de hoy, me viene a la mente una imagen (que es la que más clavada en la mente me ha quedado de ese pobre, paupérrimo, país). Había un grupo al lado de la una casa. Una mujer cocinaba con leña casi en medio de la calle (ése es, casi con exclusividad, el combustible, de ahí que los árboles y todo lo que se les asemeje hayan desaparecido casi totalmente). Al lado, un hombre de mediana edad, con bigote, pantalones “normales”, camisa blanca y corbata negra, sumamente agradable al trato (como pudimos comprobar después) miraba la vida pasar o quizá estaba atento a los visitantes (me chocó muchísimo la vestimenta, en ese lugar donde, todo lo más, se va con una camiseta y unos pantalones cortos). Junto a ellos, sentado, un señor leía una novela del oeste en inglés. Y por medio de Miguel Ángel Gullón, le pregunté (de entrada parece una pregunta estúpida, pero era sólo para tomar contacto, una especie de ruptura del hielo, si puede usarse esta metáfora en un país asolado por el sol) si sabía inglés, y en su lengua contestó que no, que lo estaba aprendiendo leyendo novelas del oeste. Sí, vagabundeamos por el pueblo, tratamos de ver todo lo que éste nos ofrecía (que no era mucho)… y tuvimos que regresar a República Dominicana para desayunar, porque allí no había dónde. El único sitio den el que nos dieron algo para que la glucosa no se descolocase del todo fue en un lupanar (no sé si esto es una ironía del destino para dos frailes o una metáfora evangélica). Pero de todo lo que vimos, lo que no se me ha borrado de la memoria lo más mínimo fue aquella imagen de dignidad: el hombre elegante donde no había necesidad de elegancia y el hombre aprendiendo algo que, según nuestra manía de cuantificar todo, de poco le iba a servir.
Lo del terremoto de Haití es un desastre de proporciones incalculables que, por desgracia, va a sacar a ese país del olvido secular en el que lleva sumido desde ni sé cuándo. Esta tarde, mientras conducía, puse en la radio la emisora que suelo escuchar y ponían una especie de crónica maquillada, de gritos, testimonios, todo encadenado y recubierto de una musiquilla triste… y me pareció obsceno. Cualquiera que haya leído entre líneas la ausencia de noticias sobre Haití en la prensa cotidiana (no las hay porque no es noticia que esa parte de la isla de La Española se esté autofagocitando, porque ya ni árboles para comer sus hojas debe haber) habrá comprendido que en Occidente Haití no interesa, ni siquiera a su antigua metrópoli (salvo a los religiosos franceses que allá moran). Yo no conozco Haití, sólo estuve conMiguel Ángel Gullónen Anse-A-Pitre, la frontera, la zona con más intercambio comercial con la República Dominicana y, me atrevería a decir, precisamente por este movimiento de mercancías, una de las más prósperas… Y me pareció lo más pobre y sin esperanza que había visto en mi vida. Lo curioso es que los muchachos que se te pegan para darte un tour por la zona hablan todas las lenguas, la que tú quieras utilizar para comunicarte con ellos, apuesto que hasta el húngaro (y yo pensaba en qué potencial tan enorme estaba languideciendo en el tratar de subsistir). Eso me hizo pensar en que el problema de la pobreza endémica de Haití quizá no estuviese en sus gentes, que tienen la capacidad de cualquiera, sino en lo de siempre, en la casta que les gobierna y que nunca hará nada para sacar al país más pobre de América, y uno de los más pobres del mundo (insisto en que no he vuelto a ver nada ni siquiera parecido) de la fosa. Y ahora les viene el terremoto. Si tuviesen casas medianamente bien construidas, probablemente no se hubiesen caído todas con todo el mundo dentro. Pero eso es mucho pedir. Seguramente haré una lectura muy superficial de las informaciones que aparezcan: no quiero seguir a los periodistas que se deleitan en contar las desgracias.
Lo prometido (y lo que me recuerdan) es deuda. La obra que quería comentar (y he ido dejando pasar la ocasión, no sé por qué) esla de KarenArmstrong, En defensa de Dios. El sentido de la religión, Barcelona, Paidós, 2009. De entrada he de decir que se lee de un tirón, lo cual no es poco en un libro de más de 400 páginas. Lo que la autora defiende es que frente a la idea antigua de la divinidad como incognoscible, la época contemporánea desdeña lo que no entra en el logos que ella misma ha generado y olvida que la religión no es tanto un conjunto de pensamientos cuanto una forma de vida en la que esos pensamientos cobran sentido. En nuestra época, en la que se desprecia el no-saber, el misterio ha quedado desacreditado desde el mundo moderno: los teólogos adoptaron, en él, los criterios de la ciencia, con lo que los relatos del cristianismo se interpretaron como datos empíricamente verificables, de modo que se rompió una tendencia secular, lo que dio lugar a dos fenómenos: el fundamentalismo y el ateísmo.
En la primera parte del libro, Armstrong explora el mundo antiguo, medieval y premoderno, donde el discurso religioso no estaba destinado a ser interpretado literalmente, pues sólo en términos simbólicos era posible hablar de una realidad que trasciende el lenguaje. Por ello, la religión, en la antigüedad, era fundamentalmente una actividad práctica, disciplinada, sin la cual las enseñanzas carecían de sentido, en la que había una enorme libertad interpretativa (que la autora ilustra con ejemplos, algunos divertidos), siempre rodeada por la conciencia del no saber último. Por eso es tan importante señalar el problemático paso de la concepción antigua de creencia o pistis, entendida como confianza, a la creencia moderna, entendida como asentimiento teórico a una proposición hipotética, con frecuencia dudosa. Esto es lo que centra la segunda parte de esta obra, que se desarrolla de la modernidad en adelante.
La modernidad trae consigo la idea de que la fe justa es la aceptación de enseñanzas correctas, de modo que la verdad religiosa se va haciendo cada vez más objetivista, y la sola razón, despojada de la práctica y de una forma de vida, da lugar, cómo mucho, bien lo sabemos, al deísmo. La Modernidad, además, trae consigo la equiparación de Dios con un ser y de la teología con una ciencia clara y distinta. Si hasta este momento la creación no podía revelar la naturaleza de Dios, de repente el estudio del universo nos muestra cómo es Dios (cosa que los teólogos medievales no hubieran aprobado, porque aunque las vías tomistas hablen de la existencia de Dios, no nos dicen qué es). Dios pasaa ser un elemento más de un sistema científico, que debía ser tan racional, claro y distinto como cualquier otro hecho verdadero de la vida; deja, por ello, de ser trascendente y queda encerrado en los conceptos y en el lenguaje. La ciencia se vuelve apologética del deísmo (que no del ateísmo, que el mismo Voltaire consideraba un mal monstruoso), donde lo natural y lo sobrenatural tienden a confundirse, pues sólo cabe razonar de acuerdo con el método científico. Como reacción aparecen los movimientos pietistas en plena Edad de la Razón. Ahora bien, al depender en tal alta medida de la ciencia moderna, las iglesias se hicieron vulnerables precisamente a este tipo de ataque, que socavaba los planteamientos de los mismos científicos que habían sido los paladines dela religión. Laconvicción premoderna de que el mundo no puede decirnos nada de Dios había desaparecido: Dios es ya un ser y una sustancia del universo. Y de aquí se pasaa negar la existencia de Dios, puesto que no es verificable por los mismos criterios de la ciencia. La dependencia que habían asumido los cristianos respecto del método científico, que les era ajeno, es la razón de que después de Darwin pueda hablarse de un ateísmo que no niega las pruebas científicas.
El final del siglo XVIII y el siglo XIX es época del enfrentamiento entre fundamentalistas y ateos, ambos enzarzados en lecturas literalistas dela Biblia. Almismo tiempo, se cuestiona la misma naturaleza dela creencia. Alhacer de Dios una verdad puramente teórica alcanzable por el intelecto racional y científico, sin ritual, oración ni compromiso ético, hombres y mujeres lo habían matado para sí mismos y todo lo que el símbolo de Dios había señalado empieza a ser eliminado dela cultura. Supuesto lo ocupan ahora otras realidades, en forma de ideologías seculares modernas, que se mostraron tan letales como la intolerancia religiosa. Por ello, contemporáneamente se ha vuelto a la teología apofática, con la negación de la existencia de Dios (Dios está más allá de la esencia y la existencia), al que se afirma como “el fondo del ser”, que no sigue la ideología del método científico. Esto, por supuesto, no satisface a los nuevos ateos (de pobre formación teológica e histórica), que, como los fundamentalistas religiosos, creen que sólo ellos están en posesión de la verdad.
Está de más decir que a mí me encantó esta obra de Armstrong, enla suenan ecos de Wittgenstein y Heidegger. Si alguien quiere refrescar lo que sabía o aprender algo que le ayude, se la recomiendo de verdad.
Me riñe María Isabel Serrano por tener abandonado el blog. Y razón tiene, ya que el portátil fue conmigo a mi Asturias natal, wifi tenía… pero de vez en cuando viene bien un parón, quizá para que uno no se acostumbre a escribir sin pensar y el lector pueda echar de menos (en el mejor de los casos) al escribano (sí, es una excusa non petita, qué le vamos a hacer). Pero el año nuevo ha venido y todo parece que empieza a renacer: los días comienzan a alargarse, las intenciones campan por sus fueros (los escolásticos distinguían bien entre las intenciones que ponen los medios para llevarse a cabo y aquellas que son sólo un espasmo mental que nunca se van a completar) y la vida parece que renace por aquello de cambiar de dígito y, en este caso, de decena (y parece que fue ayer cuando entrábamos en el apocalíptico 2000, pero ya están ahí los agoreros del 2012, que no nos van a dejar tranquilos hasta que llegue el Apocalipsis, la apocatástasis o alguna otra cosa que empiece por apo-).
Ciertamente, aquí, en España (y por lo visto, tras el H1N1) vivimos en la sociedad del prospecto: cuando uno lee un prospecto de una medicina, constata que está perfectamente indicada para él (padezca lo que padezca) y que los efectos secundarios son cualquier cosa imaginable, hasta el paso a mejor vida. Hoy venía conduciendo y me he encontrado con carteles apocalípticos que avisaban de nevadas (donde no las había), de máquinas quitando nieve (ni una sola, porque no había nieve), de peligros climáticos de toda calaña… que probablemente sucedan mañana, pero en un viaje completamente normal he conducido todo el camino angustiado por culpa de señales electrónicas que avisaban de peligros inexistentes… por si acaso, no vaya a ser que luego les acusen de imprevisión. Igual que los posibles efectos secundarios de un prospecto: si a uno le da un mal por tomarse una inocente pastillita, el fabricante le dirá: ah, ya te avisamos, en la sección de posibles (aunque rarísimos) efectos secundarios. Pues bien, ya que vivimos en la sociedad del prospecto, hagamos de los rarísimos efectos secundarios (lo que es improbable que pase, pero que puede pasar… cada uno que piense en sus mayores ilusiones) sean posibles. A lo mejor este cambio de decena trae consigo un cambio para mejor. ¿Impensable? Imposible pero no improbable.