Hace poco más de un año, el maestro de novicios de una provincia de la Orden dominicana, acompañado de sus 8 novicios, salía de viaje a un evento conmemorativo. A los pocos minutos un coche se les cruzaba para obligarlos a detenerse. Fuertemente armados, unos cuantos hombres obligaron al fraile que conducía la furgoneta a salir de la carretera e internarse en lo profundo de los campos más o menos deshabitados que circundaban la carretera principal, cada vez más, hasta que todo rastro de civilización no fue más que un recuerdo. Las cosas no pintaban bien, porque el tono de los captores no era precisamente amable, sino más bien todo lo contrario. “Hagan todo lo que les digan”, les dijo el Maestro, que estaba convencido de que los iban a matar para llevarse la furgoneta y cuatro bobadas más. Así de crudo. El cielo estaba despejado, si acaso una nube en lo alto, pero deshilachada, monda y lironda. Y el Maestro estaba seguro de que iba a ser la última vez que vería ese paisaje, y cualquier otro, en realidad. De hecho, aunque él no lo vio, los novicios sí vieron que detrás de él uno de los secuestradores amartillaba un arma, mientras el jefe del grupo hablaba por teléfono con otro que debía mandar más que él.
Los obligaron a sentarse. Alguien tuvo la luminosa idea de rezar el rosario. Total, mientras los otros estaban a lo suyo, era un momento tan bueno como cualquier otro. “No te lo creerás”, me decía el Maestro. “Te dije que el cielo estaba casi totalmente despejado, como el que vemos ahora. Pues se puso a llover”. Que era totalmente inesperado lo manifiesta la reacción del jefe de los ladrones, que dijo algo así como: “Esto no me gusta. Yo no me quiero meter con Dios”. Y empezó a preguntarles quiénes eran y, aunque no acabó de saber qué era exactamente un fraile, les dijo que se sentasen y agachasen la cabeza y hasta que no pasase un cierto tiempo, no se moviesen. Y allá los dejó.
Pasado el rato, los frailes, que no se fiaban demasiado, empezaron a moverse. Uno de los novicios tuvo la idea de ponerse el hábito que llevaban en las mochilas, ya que, si venían mal dadas, y los acribillaban, que era lo que esperaban, al menos podrían reconocerlos. Y así lo hicieron. Y caminaron largo tiempo por veredas, hasta que llegaron a la carretera. Los conductores los saludaban festivamente, pensando quizá que iban de peregrinación. Llegaron a un teléfono y pudieron llamar a otro fraile para que fuese a recogerlos.
Todo esto sucedió en tres horas, un día festivo en que nadie espera que su vida va a cambiar para siempre. Porque una experiencia así no deja a nadie igual. Ni siquiera al ladrón ese. Me alegro de no haberlo conocido, pero, por lo que veo, quedaba en él un poso de esa luz que permite leer los signos como signos. “Si en vez de un iletrado os hubiese secuestrado un catedrático de filosofía”, le decía yo al Maestro, “no tengas la menor duda de que te hubiese descerrajado un tiro en la nuca sin problema alguno”. No todos ven la mano de Dios en esos signos, y menos en la naturaleza, que o bien se desacraliza por completo y se reduce a una cantera, o bien se diviniza y se la escribe con mayúsculas. A veces son los más alejados los que nos sorprenden con esa intuición profundamente religiosa que sabe leer lo que Dios quiere decir.
Un detalle más. Los secuestradores les pidieron los teléfonos móviles. Los novicios no tenían. El Maestro, sí, pero prefirió no dárselo para evitar un chantaje o sabe Dios qué. A pesar de que los estaban esperando en otro lugar y no llegaban, el teléfono no sonó. Extrañamente no sonó. Ya sé que hay explicaciones "naturales" para todo esto. Pero ninguna de ellas es la buena. Créanme.
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