He tenido que hacer estos días una serie de visitas más o menos turísticas para agasajar a una invitada que ha venido a verme en Valladolid. Entre ellas, Caleruega. Ella estaba empeñada en que quería conocer Caleruega, y yo le decía: no merece la pena, allí no hay nada que ver. Demos una pasada rápida y luego nos vamos a Silos, que eso sí que merece verse… Error descomunal. Creo que es la primera vez que he ido a Caleruega a no hacer nada, a pasear, a ver, a mirar, a estar. Siempre había ido a hacer: el noviciado, a reuniones, a encuentros y demás cosas que no se sabe si llenan el tiempo o lo colman. Pues bien, he quedado fascinado, quizá por primera vez, de Caleruega. El convento de las monjas, que había visto arreglado hará cuatro meses, pero al que no presté la más mínima atención, me tocó en lo más profundo. Me pareció de una belleza increíble el claustro, la sala medieval, las impresionantes piezas artísticas que atesoran (y ojalá las mantengan allí mucho tiempo, que los museos las vacían de su “aura”)… Y ya no me importa volver a Caleruega cuando sea. Alguien pensará que me he vuelto tonto. Seguramente. Pero vivimos en estados de ánimo, habitamos en ellos, y de repente, un día, de modo inopinado, las cosas y los lugares, aparecen desvelados. Pues eso me ha pasado a mí con Caleruega, qué cosas, después de tantos años…
de Sixto Castro Rodríguez, OP
Es doctor en filosofía y bachiller en teología, además de titulado en órgano. Trabaja como profesor de estética y teoría de las artes y de teodicea.