Hay ciertos medios de comunicación que transmiten un algo especial y que generan una complicidad semejante a eso que los psicoanalistas dicen que se da entre el paciente y el terapeuta (y entre el profesor y la alumna, aunque a mí nunca me ha pasado tal cosa, de lo que concluyo que, o es mentira, o estoy mal hecho, jaja). Es, concretamente, el caso de la radio. Quizá sea porque la radio se asocia, al menos yo lo hago, a la cama, al dormir, al duermevela y al despertar, con sus estado de conciencia raros, cuando uno no está ni aquí ni allá, sino en cualquier otra parte, amodorrado y, quizá, dúctil a los estímulos y, de modo especial, a las espléndidas voces de los locutores. Y digo esto porque justo ahora hace un año que se murió JuanAntonioCebrián, una de las voces más queridas (eso dijeron, pero si lo limitamos a mi caso es del todo cierto) de la radio española. Y no sólo porque tuviese una voz dulce, modulada y poderosa, sino por lo que contaba y por cómo lo contaba. Hay un famosísimo comunicador, cuyo nombre no voy a decir, por razones de prudencia, que tiene mucha audiencia, pero es terriblemente borde: cuando no le convence lo que le dice el personal al que abre los micrófonos, aprovecha su posición de poder para maltratar a su interlocutor. Le escuché un tiempo, y me cansé, por lo que ejercí el único derecho que me quedaba como radioyente: cambiar de emisora. Y así me encontré, por pura casualidad, con Cebrián y su programa, y me enganché. Lo habitual se convirtió en presuposición de naturalidad, es decir, en la suposición de que este hombre iba a estar cada noche (luego cambió a cada fin de semana) ahí. Y un día, de modo inesperado, se murió. Y todos los que éramos más o menos fieles a su programa, nos quedamos con una cara de funeral que parecíamos filósofos existencialistas franceses. Sólo le recordaba…
de Sixto Castro Rodríguez, OP
Es doctor en filosofía y bachiller en teología, además de titulado en órgano. Trabaja como profesor de estética y teoría de las artes y de teodicea.