Ago
Memoriales
3 comentariosDe paso por Valladolid, toca deshacer la maleta para lavar ropas, ropajes y demás aditamentos. Pero al sacar todo, aparecen en la maleta infinidad de pequeños objetos que se han ido acumulando a partir de la estancia en Fátima (rosarios, llaveros, pegatinas, marcapáginas, discos, caramelos, barritas energéticas –cómo demonios habrán llegado allá–, galletas…) y todos ellos son un pequeño sacramento, porque cada uno apunta, más allá de sí, a un rostro, a un acontecimiento, a una razón de por qué están allá (aunque sea la barrita energética, que seguro que la dejé encima de la mesa y, al recoger, hala, pa’dentro, a la maleta… vamos, eso quiero pensar). Pero todas y cada una de las otras cosas son un cierto memorial de personas.
Hay muy pocas ciudades que me gusten por sí mismas. La mayoría son el hogar de ciertas personas o el asiento de algunos eventos y por eso me encantan. Hay otras ciudades, hermosísimas, de las más bellas de España, hacia las que tengo sentimientos encontrados, y es evidente que las piedras no los provocan, sino que detrás hay personas. Porque con las ciudades sucede lo mismo que con el pecado (qué palabra más rara, ya casi ni se usa).Creemos que podemos meternos directamente con Dios (cosa bastante chulesca por parte de quien lo crea), cuando en realidad, pretender acceder directamente a ofenderle es como mear contra el viento o escupir al cielo, es decir, el pecado siempre va contra los que nos rodean, contra las personas, que son, a su vez –y por eso este giro retórico– las que constituyen las ciudades. La relación con Dios se evidencia en la relación con los otros (salvo, supongo, en casos muy especiales que no dudo que se dan, pero, por ser especiales, no constituyen la regla). Y todo esto, ¿a qué venía? Sólo a que, al final, si uno se queda en las cosas, las cosas son cosas, pero si se deja conducir, éstas le remiten a personas y las personas a lo que las fundamenta. No hace falta, en la mayoría de las ocasiones, contarlo todo, basta con dejarse mostrar.