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2008May
Museos
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Nos enseñaban los frailes de Aragón el museo que tienen en Valencia. Y me di cuenta, mientras paseaba por él, errabundo a ratos, de que un museo debería ser exactamente esto, lo que tienen aquí y tal como lo tienen aquí. Un museo debería ser un lugar en el que nuestra historia y vida común se reconocen (porque se han conocido primero). Mira, éste es… El libro de no sé quién… Tal cuadro vino de Barcelona… ¿No recuerdas que cuando…? Etc. El museo no es un lugar de experimentación y de novedades. Es el lugar en el que la tradición nos habla. Lo mismo, a otra escala, sucede en cualquier otro museo: en el Prado uno va a ver a Goya y su visión del dos de mayo, que es la nuestra (o si no lo es, al menos nos habla como si lo fuese), a Velázquez y a gente menos conocida, pero no por ello inferior. Lo cual es posible, dicho sea de paso, sobre una base cultural común. Y es ese entendimiento previo, ese prejuicio, esa precomprensión, la que me permite entrar en diálogo con el otro e ir al Cairo con mis escasos conocimientos de la historia dinástica de Egipto y entender algo de aquello. O ir a Túnez y mirar a Roma con otros ojos. El museo, al aire libre o entre paredes, siempre habla. Mas para que hable, hay que ponerle el piso (como dicen en República Dominicana cuando a uno le invitan a cenar a un sitio: ve con el estómago a medio llenar, por si acaso, porque de otro modo, la comida, si es escasa, puede estropearte la jornada). Puesto el piso, puede construirse sobre él. Cuando nos carguemos el sustrato cultural sobre el que nos asentamos no sólo es que no vamos a entender la vida del museo (que eso no es más grave que no entender la química orgánica). Simplemente sucederá que no nos entenderemos a nosotros mismos, y lo peor, no querremos entendernos. Y ahí sí que será la abominación de la desolación. Por eso me gustan tanto los museos.