Abr
Pascua de dioses y hombres
3 comentariosEstos días pascuales he estado relativamente liado y sin conexión a Internet buena parte del tiempo. Y eso tiene también sus ventajas. Entre ellas, que se puede aprovechar para ver algunas de las películas y documentales que uno va almacenando en el portátil para mejor ocasión. Con eso y un par de libros no hay manera de que el aburrimiento haga acto de presencia. Lo confieso, creo que no me aburro desde mi infancia. Ni siquiera las tardes de domingo, de las que se quejan hasta los filósofos más sesudos (Heidegger mismo las pone como ejemplo del tiempo que se “siente”, la pura duración que se desploma sobre uno). Y a este dulce pasar el rato ha contribuido recientemente ese peliculón que es “De dioses y hombres”, que había dejado en el cajón, con la convicción previa de que no era para ver así sin más, en un momento que no tuviese el estatuto de kairós, o sea en un momento no apropiado. Pero llegó. Y, como no podía ser de otro modo, me dejó en ese estado de choque dulce que sólo las obras maestras consiguen procurarnos. Quien no la haya visto, hágalo, por su propio bien que, en este caso (como sucede en la estética, quiero creer) es el bien de todos. La historia es una maravilla, quizá la descripción más real y menos impostada de la vida monacal que uno haya visto, y cada relato es una joya. Pero me quedo con una escena (aunque esto no signifique nada): cuando, tras la primera invasión del monasterio, todos se reúnen, en estado de pavor y angustia, y todos se consuelan mutuamente de la manera más cariñosa y fraterna que pueda verse (o quizá la última cena, o quizá el despertar entre gritos, o quizá la votación, o quizá el “vete a la ****”). La verdad es que cuando el kairós llega, lo hace haciéndose notar.