14
Abr
2008Abr
Qué bello es Bach
0 comentarios
En la catedral católica de Berlín, el organista tocaba una trío-sonata de Bach. Seguramente es lo más difícil que se puede tocar en el órgano, porque son tres voces autónomas, que van cada una por su lado, sin detenerse casi en ninguna ocasión. El pedal va cantando continuamente, casi sin silencios. Una maravilla, no sólo por la dificultad, que no es sinónimo de bondad. Lo difícil es simplemente difícil, y la belleza puede estar perfectamente en lo simple. ¿Acaso no? Véase (nota erudita) la polémica de Plotino con Aristóteles. Pero eso no viene al caso. La cosa es que mientras sonaba Bach, la gente entraba y se sentaba a escuchar aquella sublime armonía, aquel juego de voces que se enhebraban entre sí… Estoy seguro de que la mayoría de la gente no conocía ni de quién era la pieza ni qué pieza era, pues no es de las habituales del repertorio de Bach, precisamente por lo difícil que es y por la “inseguridad” que provoca en el concertista. Mi profesor decía que era “como cristal”. Se acabó la gloria bachiana. Y el organista se arrancó con otra pieza. No sé de quién era, pero por la armonía y las sonoridades era, sin duda, de principios del siglo XX. Hasta que llegó un segundo movimiento que recordaba algo a Debussy, por esas escalas serpenteantes, que fue cuando empezó a sonar a algo, la pieza se hizo casi “fea”, repetitiva, y eso que el órgano, a mi entender, embellece cualquier nota. La cuestión es que la gente, no sé si empezando por los más viejos o no, se fue marchando hasta que quedaron dos. Uno y dos. Me hubiese gustado no conocer al autor de la primera pieza, ni saber de qué pieza se trataba. Entonces nadie me podría haber acusado de dejarme llevar por convenciones (Bach, oh, Bach, ha de ser, entonces bueno). No, no. La belleza se reconoce y nos atrae con una fuerza como no hay otra. Hoy fue Bach. La puerta a la suma belleza siempre está entornada para quien quiera asomarse.