Oct
Vino religioso
5 comentariosQuienes me conocen saben que no me gusta el alcohol, y de modo especial el vino. No sólo es que no lo aprecie, es que me provoca una suerte de repulsión física, de tal modo que creo que hay pocas tabarras que alguien me pueda dar que superen a la pesantez de “prúebalo, que es buenísimo, de la cosecha de no sé qué…” En fin, eso es un hecho físico-psíquico que no puedo remediar (quizá pudiese, pero no me empeño), junto al cual está la conciencia de que me estoy perdiendo algo enormemente rico y enriquecedor de la cultura humana, desde El banquete de Platón hasta cualquier celebración especial de las que acontecen de vez en cuando. Cabría defender mi negativa a acercarme al mundo vinícola haciendo oscilar falazmente la argumentación a las terribles consecuencias que provoca el abuso del mismo, el consumo a ciertas edades, etc. Pero cualquiera se daría cuenta de que el argumento no vale. Aunque el vino (el alcohol en general) sea condición necesaria del botellón, no es condición suficiente, de modo que argumentar la proscripción del vino acudiendo al botellón es una falacia de las que se estudian en primero de filosofía.
Conozco a mucha gente que hace un análisis semejante de la religión, a la que consideran una tierra baldía, de dogmas, aceptaciones inauditas de cosas raras, gente amargada y triste e hipoteca de la propia vida. Y cuando me dicen eso, pienso para mí: ¿no será como el vino? Por eso no doy la turra, como no me gusta que me la den con taninos y demás. Sólo pienso: ¿no te das cuenta?