Mi buen amigo, el profesor Valderas, me ha hecho llegar un recordatorio sobre la importancia que tuvieron un par de dominicos en la recepción del darwinismo en España. Seguro que la mayoría de los que esto leen conocen a Teilhard de Chardin, que vuelve a estar en labios de muchos cuando se trata de recordar cómo la Iglesia se esforzó por adaptarse a las nuevas ideas. Seguro que muy pocos (especialmente si no son frailes españoles) conocen al padre Arintero. Y seguro que menos aún a Fray Zeferino González, cardenal, que también tuvo un papel muy relevante en la génesis de opiniones respecto al asunto. Cuestión de familias, que la nuestra, quizá sin ánimo de desdoro, un tanto por dejadez, y sin duda por sobreabundancia, se olvida de sus hijos al poco. Seguramente ManuelÁngelMartínez sabrá mucho del padre Arintero, pero la mayoría sabemos poco más que el título de su “Evolución mística” (ojo al titulillo) y que el museo de ciencias de La Virgen del Camino lleva su nombre… No es mucho, creo. Y es que no sé si por bien o por mal, es algo endémico. Quizá haya de ser así. Somos siervos inútiles por muy útiles que hayamos sido y la vida sigue. Por suerte, tenemos tanto pasado que sólo cabe esperar que el futuro sea al menos de la misma entidad. Y si hacemos un esfuercillo, convendría sacar del armario a Arintero, Zeferino y a algunos otros que, seguramente, iluminaron a alguna gentes de su época cuando andaban más perdidas que un pulpo en un garaje.
Resulta que Freeman Dyson, un físico de los más importantes que seguramente andan paseando sus reales por este mundo de Dios, ha mentado la bicha y ha dicho algo que no ha sentado bien a los popes del cambio climático. En efecto, no es un quidam, es toda una autoridad, al menos en su campo, y sus palabras no tienen la misma repercusión que las del primo de Rajoy. Leyendo sus reflexiones he pensado un poco sobre toda la dogmática secular que nos meten por todos los orificios corporales, a base de bombardeos masivos e inmisericordes, con los que nos acostamos y nos despertamos, que nos acompañan en nuestro día a día y, cuando leemos en el excusado una publicación de más bajo nivel y relajante, por aquello de solicitar su ayuda para tareas tan humanas, también nos azoran. Lo mismo en el cambio climático, que al hablar del aborto, los condones, la jerarquía, el gobierno, Irak, Kosovo, el petróleo, las barbies (muñecas), las barbies (concursos de belleza), los famosos, el género, el sexo, lo epiceno… nos movemos a golpe de chillido y a golpe de eslogan. Cuesta leer libros en los que se van cociendo los menudillos de los argumentos, así que es más fácil estar atento a la voz de su amo. Y algunos que leen libros chillan desde la tesis que quieren defender, el otro día, sin ir más lejos, el filósofo Jesús Mosteirin, en el País y su famosa tesis de la bellota y el feto. Ah, Aristóteles, pero usado, también, para berrear proclamas. La cosa está caliente (cambio climático, ¿será por lo calentito de las sangres bufantes?), pero me apena la incapacidad de aceptar que quizá el otro tenga también algo de razón, incluso por parte de los que se autotienen por los más solidarios porque, supuestamente, son de las izquierdas de toda la vida. Ah, y si me he escorado políticamente (que no lo creo), ahí va la de arena: me he quedado gagá ante la loa que el suplemento del ABC “Alfa y Omega” dedica al cardenal de Madrid. Madre del amor hermoso, ¿qué fue? ¿A qué viene? No estaba yo acostumbrado a panegíricos y obituarios con el finado aún vivo. En efecto, hay para todos.
Acabo de leer una cosa que merece un comentario, porque se ve que las cosas que nos pasan no son de hoy, sino de siempre. A un tipo que, en el siglo XIX escribió una cosa que no le gustaba al zar de todas las Rusias, se le declaró “loco por orden del zar” (sic). La locura no es un estado que sobrevenga por un despiste o patinazo neuronal (o vaya usted a saber por qué), sino que es un castigo, una forma de ejercer el poder, como nos dirá Foucault. Hay quien tiene la capacidad de decir quién está loco y quién cuerdo. En ese caso era el zar. Ya los clásicos decían aquello de “quod deus perdere vult, prius dementat”. Para ellos era prerrogativa de los dioses castigar a uno haciendo que enloqueciese. Para el zar, ya era prerrogativa suya. Pero la cosa no es de ayer. Basta ver los debates actuales en temas políticos, religiosos, éticos… y ver cómo se trata de considerar que la razón del otro no es tal razón, sino una suerte de engendro para-humano que, por consiguiente, no debe ser atendido. Sorprende ver cómo los tertuliamos tratan de imponer sus pareceres por cualesquiera medios. El definitivo, sin duda, es mostrar que el otro no razona “como debería”. Así pues, por orden del “zar” (y aquí entra cualquiera que ejerza el poder, del tipo que sea) se declara loco al vecino. Y así, hasta la Stultifera navis, que por lo menos debía de ser divertida.
Menos mal que el periodista fue prudente, porque cuando uno se pone a largar por teléfono, ya no se acuerda de lo que dice y luego pasa lo que pasa. En efecto, el otro día firmé un manifiesto contra Bolonia, no porque la idea germinal del espacio superior europeo me pareciese mal (al contrario, me parece excelente que los alumnos y los profesores podamos movernos con libertad por Europa y nuestros títulos se convaliden, ¿a quién le puede parecer mal eso?). Pero una vez que uno se mete en la intrahistoria, en la gestión cotidiana de eso, se da cuenta de que quien lo está moviendo en este momento no tiene ni la más remota idea de lo que se nos viene encima. No, no me pongo pesimista. Al contrario. Simplemente veo que va a pasar aquello de Lampedusa: que todo cambie para que todo siga igual. No se engañe nadie, no –parafraseando a Jorge Manrique–, pensando que ha de cambiar lo que espera, mas que cambió lo que vio, porque todo ha de quedar de tal manera, jeje. Ojalá me equivoque y seamos capaces de desandar los pasos que se han andado bastante mal en la dirección en la que vamos, porque otra oportunidad para mejorar la universidad como ésta no será fácil que nos aparezca en un horizonte próximo.Ojalá me equivoque, insisto
Me hace saber mi amol Sudabee que hoy es día de Noruz, Ade Noruz, el primer día de la primavera y año nuevo persa. No tenía ni la más remota idea, pero me alegro de saberlo, sobre todo porque Sudabee me ha enviado unos enlaces a unas páginas web en las que se pueden ver cantos persas actuales y bailes persas de toda la vida. Y me llama la atención que, sin saber nada de cultura persa (más allá de dos palabras que la misma Susi me ha enseñado) puedo reconocer todo eso como “mío”. Entiéndaseme. Veo a una muchacha bailando y, sin saber ni qué canta el cantor, ni a qué responden los pasos de baile que da, reconozco su gracia en el moverse y reconozco –¡oh, gran descubrimiento!– que está bailando, que goza del baile como cualquier vallisoletano gozaría del mismo y que baila para alguien. ¡Qué cosa! Resulta que, a pesar de lo que afirman los que se empeñan en que nada hay en común entre los hombres de aquí y de allá, aunque en las manifestaciones exteriores seamos tan diversos, todas ellas se apoyan en nuestra común humanidad. Y por eso, cuando uno se planta, digamos, en Irán, los iraníes le muestran, antes de nada, su arte y no sus laboratorios de fusión nuclear (que esos siempre son los mismos en todas partes). Es clásica la aproximación a las artes en términos de “unidad en la diversidad”, “idem in altero o cosas por el estilo. Por eso me alegra la llegada del año nuevo persa, porque, aun que me quede tan lejos, también me dice algo de mí y, si supiera, bailaría como ellos ¡Feliz año nuevo!
He leído en el ABC (y no lo encuentro en su edición digital, para ofrecer un vínculo) las palabras del papa sobre el tema del preservativo y el sida. Y la verdad, no veo motivo para que se hayan puesto como se han puesto los que así se han puesto. No percibo que haya establecido una tesis científica (a lo mejor me equivoco) sobre si el condón previene las enfermedades de trasmisión sexual o no. Y desde ahí se le ha criticado, como si hubiese establecido estadísticas o análisis biológicos o de la ósmosis del caucho. Otra cosa es la obsesión vaticana con el tema, pero no viene de ahora. Humildemente creo que el tema del preservativo no tiene nada que ver con el cristianismo, y es uno de esos asuntos que se tocan cuando se quiere abarcar todo, pero que en el tiempo que se dedica al habla cotidiana no debería ocupar más de una millonésima parte, y no más, porque, insisto, no tiene que ver ni con la fe ni con las costumbres (si entendemos costumbres en el sentido sensato). Que el matrimonio tenga que estar abierto a la reproducción no significa que cada vez que una pareja se acuesta tenga que dejar abierta la posibilidad de tener un hijo. Muchos cristianos así lo creen y piensan que cualquier medio que impida esa apertura constitutiva es pecaminoso. Muchos otros creemos que esa apertura constitutiva no tiene nada que ver con ponerse condón o no… Y ya estoy hablando más de lo que merece el tema… Pero es que cualquier periódico habla infinitamente más que yo, desde cualesquiera posiciones ideológicas que defienda. De lo que leí en el ABC del Papa pude entrever que lo que dejaba entender (y a lo mejor de nuevo me equivoco) es que, efectivamente, la cultura no se reduce a lo genital y que muchos, seguramente interesados, aprovechan nuestros momentos de tensión hormonal para convencernos de que eso es todo lo que hay. Y efectivamente, cualquier ser sensato se da cuenta de que hay muchísimas cosas importantes en la vida, y ninguna es todo lo que hay. Pero eso tiene poco que ver con usar preservativo o no. La cuestión es más amplia y desde ahí habrá que discutirla. Pero vamos –y es mi opinión y cualquiera estará en su derecho de disentir– preservativo sí o no, no es materia de fe (ni de costumbres). Y si hay algo en el Denzinger, se me ha escapado.
Nuestro tío el Aquinate dice esto en la Suma contra Gentiles (1, 6), para que nadie se confunda, ni los que acusan, ni los que recusan dar razón de su esperanza: “Huismodi autem veritati, cui ratio humana experimentum non praebet, fidem adhibentes non leviter credunt, quasi indoctas fabulas secuti”, es decir, quien cree no suspende su juicio (epojé, que le dicen) como lo hace en el caso de la ficción, en el que, voluntariamente, acepta suspender ciertas creencias, adentrarse en ciertos pensamientos y suscribir eso que los teóricos llaman el pacto ficcional. Hala, cuénteme, que bajo la guardia para favorecer la fruición. El ámbito de la creencia religiosa no es ficticio. Algunos se empeñan en que el cristianismo no se preocupa por la verdad, lo cual será lo que ellos han interpretado de las palabras de alguno por ahí, pero nada más lejos de la realidad. Ahora bien, no confundamos las cosas, que tampoco se puede dar el paso inverso y pensar que todo aquello cui ratio humana experimentum non praebet ha de ser creído. No, no, no. Las cosas suelen funcionar en una sola dirección y sólo las cosas que importan poco son las que, indistintamente, van en ambos sentidos, de acá para allá y de allá para acá. Y todo esto, ¿por qué? Pues por aquello de que gratia non tollit naturam. Desde luego que en eso que llaman la economía de la salvación Dios podría haber hecho lo que le hubiera salido del entendimiento (agente, paciente o perifrástico), pero es todo un detalle que ya que nos ha dado neuronas cuente con ellas para lo que fuese menester. Nada, que tenía el cuerpo de latinajos y todo lo que los rodea sobra, es decir, lean al Santo.
Discrepo de la terminología que se ha impuesto para calificar a nuestro presidente del gobierno. No sé por qué en todos los sitios se le llama “optimista antropológico”. Desde la burla que Voltaire hacia de Pangloss/Leibniz, a cualquiera que no quiera ver las cosas “reales” (ojo a las comillas) se le llama optimista. Y, que yo sepa, el optimismo tiene que ver con la esperanza, no con la ceguera… Y además, el optimismo, como toda creencia, tiene un trasunto ético, es decir, compromete a uno a hacer que las cosas, en la medida en que uno pueda, sean como espera. Por eso me fastidia que se confunda optimismo con ejercicio del poder. Los clásicos pensaban que el poder venía de Dios y, en esa medida, tendría alguna justificación. Contemporáneamente hemos aprendido que, venga de donde viniere, el poder sólo busca perpetuarse. Y de ahí no se siguen optimismos ni pesimismos, simplemente acciones muy pragmáticas que sólo buscan eso, la continuidad de los que están. De modo que no me cuenten la milonga de que un presidente es optimista. Lo será en su casa mientras desayuna, pero no mientras le lee la cartilla a un gurú de la economía que, de seguro, se echó las manos a la cabeza al escuchar a aquel en cuyas manos estamos. ¿Contra el gobierno? Cuando lo hace mal, sí. Y si no lo ha hecho mal, no sé qué tendrá que pasar para que se demuestre que así ha sido. Cuando gobiernen los otros, también a por ellos. Les irá en el sueldo.
En realidad es una estupidez supina, pero no deja de ser un índice de por dónde van las cosas en este mundo en el que, si bien todos claman por la igualdad, en cuanto pueden, los que pueden, se suben al carro de la diferencia ostentosa y, si es posible, inalcanzable para los demás. Porque, ¿qué sentido tiene que a nuestra futura reina, Leticia, con z o con c, qué más da, si suena igual, le hayan buscado un ancestro real? Si se mira con un poco de detalle, se verá que, con casi la misma probabilidad, cualquiera de nosotros provendrá también de algún rey, de antes o de después. Lo que pasa es que nadie que no tenga mucho tiempo disponible se pondrá a rebuscar en las ramas de la historia para mostrar al mundo que su antepasado en no sé qué generación previa era rey, reina o monje trapense. ¿Qué más da? Da, claro que da. Y eso no hace más que demostrar en qué chorradas uno pone su propia existencia, en qué la cifra y en qué la basa. Hace tiempo oí comentar, en un programa divulgativo de historia, que la mitad de la población (creo que asiático-europea, pero no nos vamos a pegar por cuestión de números ni de lugares) procedía de Gengis Khan, que debió de ser tan prolífico como luego hubieron de serlo sus sucesores, lo que me lleva a concluir que tengo un 50% de posibilidades de proceder del señor que asoló medio mundo. Y si no, en cuanto siga hacia atrás, ya encontraré otro, sin duda el mismísimo Adán. Y ¿qué nos va a ti y a mí?, que le decía Jesús a su madre en Caná. Pues a nosotros poco, pero las instituciones necesitan cada vez más legitimación, en los tiempos que vivimos… Mas creo que el hecho de que cualquiera proceda de Favila, o del oso que lo mató, tanto le debería dar. Vamos, pienso.
Me he dado cuenta estos días, con motivo de unas gafas nuevas que me he puesto, de que yo, que me veo todos los días igual (y sólo mediante el recurso a fotos del año de la pera puedo constatar mis transformaciones físicas: canas por aquí, pelos por allá) me fijo más en ellas que en otra cosa. Un montón de personas con las que me cruzo, por diversas razones, todos los días, ni se han dado cuenta de que me las había cambiado, precisamente porque –cabe suponer– prestan atención a la presencia y no a los detalles. Es muy común –dicen– que la pareja de uno va a la peluquería y el tal uno no se da cuenta del hecho hasta que la pareja le hace caer en la cuenta, aveces casi a modo de recriminación. Pero eso es, en realidad, un piropo: lo que cuenta es la presencia, lo demás es puro accidente. Pues así las cosas, unos me dijeron que las gafas eran propias de un filósofo nihilistapostmoderno y otros que eran del siglo pasado. ¿Acaso no es lo mismo? Azorín decía aquello que suena tan bien de “vivir es ver volver”, lo que dicho en terminología deSalusMateos OP, puede transcribirse como “novedades Eloína”. Esta mañana en clase les hablaba a los alumnos de la semejanza más que sospechosa entre la sofística y la postmodernidad: nuevas caras para un problema de siempre. Y así podemos hacer con genes egoístas y voluntades schopenhauerianas, y voluntarismo medievales y más atrás aún. Por supuesto que existe la novedad, claro que sí. Pero cum moderanime, alma de Dios, que alaridos (últimos) lleva pegando todo el mundo desde que el mundo es mundo o, al menos, desde que los que lo poblaban empezaron a ponerse gafas.