Por cierto, si alguien tiene tiempo y ganas y no la ha visto (o si la ha visto y le apetece verla de nuevo), le recomiendo vivamente “El silencio del agua”, película paquistaní de 2003 en la que se nos narra un montón de cosas, y además se narran muy bien, lo que tampoco es tan habitual que digamos. El tema de fondo, sobre el que gravita todo lo demás, son las consecuencias terribles del fundamentalismo, no tanto en la vida del individuo absorbido por la ceguera, cuanto para los que le rodean y ven que su vida cotidiana se resquebraja por causa de una lectura que es probable que ni Dios mismo hiciese de la “fe y costumbres”. Ahora bien, que nadie piense que el fundamentalismo es sólo una cuestión religiosa. Ya tiempo atrás hablaba sobre un cenutrio que se proclamaba fundamentalistalaico…, pero es que hay fundamentalistas en todos los ámbitos: economía, filosofía, deportes, ciencia, etc., etc… Son los nuevos cátaros, los que, en pro de su asumida pureza, hacen la vida imposible a los demás. “El silencio del agua” dice que Dios (Allah, para la protagonista) salva a todos los hombres buenos, cosa que no gusta a los guardianes de la ortodoxia. ¿Cómo va a ser? Y lo que no se nos dice, se nos muestra, como aviso para navegantes de las aguas de la fe.
Pues sí, claro, cómo no iba a escribir un comentario sobre “La hora encendida”. Ayer estuvimos encendiéndonos en San Esteban de Salamanca, en el marco incomparable del capítulo nuevo, disertando sobre el tema interesante y denso de “qué pinta Dios en la universidad”. Ciertamente, todos los intervinientes éramos “amigos”, claro, no se iba a montar un circo de esos de la tele donde la gente se grita, no se escucha y encima le mienta la madre a uno cuando no comparte o no es capaz de seguir el desarrollo de un argumento. Lo que llama la atención no sé si es tanto lo que se dijo (yo no sé qué dije, y eso que llevaba un folio por si me pedían algún dato erudito), que fue mucho y bueno, sino la estructura, la forma, la posibilidad que se abre de un lugar de debate en el que la gente entra hasta el corazón del convento… en el que se discute y se habla y, sobre todo, se escucha. Una de las imágenes más estereotipadas que la gente tiene por ahí es la de los conventos. Luego ya, de curas, monjas y seres semejantes, mejor no hablar. Y es que se vive mejor así, con una imagen que “se” nos ha dado, “se” transmite (como los memes de Dawkins, hermosa hipótesis sin fundamento científico alguno y que algunos se tragan como ciencia, en fin) y así nos ahorra gastar materia gris, nos facilita la existencia y, de paso, nos permite despreciar cuanto ignoramos, en célebre frase de Machado. Los dominicos no somos monjes (por más que se haya popularizado esa expresión en algunos medios de comunicación), de modo que la clausura debería ser una especie de apertura –átame esa mosca por el rabo, pero seguramente alguien entenderá lo que quiero decir: La hora encendida lo explica con claridad. Gracias por haber aguantado mis rollos.
Estaba leyendo uno de esos suplementos culturetas y me he encontrado con una exaltación de un tipo de películas (que a mí me gustan) y que hace unos años no hubieran pasado de la calificación de deplorable, horrible, insultante, etc. etc. Gustavo Bueno hablaba por ahí del mito de la cultura. Y es bien cierto que es un mito, pero no en el sentido de constituyente de un modo de vida, sino en el de diosecillo al que venerar (y que no nos proporciona más que sumisiones, sin esperanzas ni bienes algunos). La idea de que la cultura es, bien lo que Hegel llamaba el espíritu objetivo, bien lo que sus coetáneos llamaban la “formación” (Bildung, para los que sean de la Renania) ha desaparecido del panorama. Cultura es lo que nos dicen los suplementos culturetas. Y ahora resulta que ¡puedo ver esas películas que antes me estaban prohibidas! ¡Qué alivio! Resulta que estos mismos gestores escarban la historia occidental para demostrar las miserias que la religión cristiana alberga (que son muchas, como cada uno de nosotros, qué le vamos a hacer), mas no ven nunca la viga en el propio ojo, en ese juego dogmático (¡ah, los antimetafísicos que generan sus dogmas sin metafísica) que se imposibilita para reconocer lo “otro” o, por qué no, lo “Otro”. Buscando liberarse, me da la impresión de que los hombres nos vamos atando más. Nos cargamos a Dios (supongo que en nuestras esperanzas, deseos e intenciones, que tampoco somos tanta cosa para ponerle en un brete) y, hala, a ponernos yugos y a absolutizar lo contingente. Supongo que quien no lo haya vivido no lo creerá, pero el cristianismo es un ámbito de libertad insuperable. No tienen por qué creerme, mas puedo asegurar que libera de los absolutos (con minusculillas).
Iba a escribir un breve comentario a una información que aparece en el periódico El mundo de hoy, en la que, comentando la cosa de los lefebvrianos, se nos dice, no sé con qué intención, que practican “la mortificación y el ecumenismo”. Frases como esas, equivalentes desde el punto de vista estructural y semántico a “comen fresas y trogloditas” o “censuran libros y paletas”, sorprenden al lector y hacen bueno aquello que se dice de la velocidad y el tocino. Pero, resulta, que al ir a buscar la fuente en internet, me encontré con algo bastante más importante: hace diez años (¡ya, increíble!) que pasó a mejor vida Torrente Ballester, buen amigo de los dominicos y que, dicho sea de paso, siempre nos deja bien en sus novelas. Los que de aquella éramos estudiantes en Sotomayor pudimos disfrutar de sus varias visitas y comentarios sabios, irónicos y sagaces. Recuerdo queGerardo López, fraile de aquélla, le preguntó por una novelistaque era el último alarido en el momento y, sin inmutarse, le contestó: “no la conozco”… Hoy sólo se acuerda de ella… ¿quién se acuerda? Y tengo a gala haberle invitado a un ducados (hasta aquí la gala, no más) que casi le manda al otro barrio antes de tiempo, ya que al día siguiente (razones varias lo aconsejarían, supongo que no sólo las fumatorias) le tocó ir al hospital con más urgencia de la deseada.
La foto con la que inicia la crónica el periódico El Mundo está tomadaen el claustro de Colón de San Esteban. Quizá sea de las más características y republicadas, precisamente por lo bonita que es. Si yo fuese Luis María Ansón diría que él me contó, que me dijo, que me reveló cosas que sólo yo sé. ¡Qué estupidez! Una vez hice un par de viajes de Salamanca a Valladolid y vuelta con él en el coche, y con su mujer Fernanda, y hablamos, claro que sí, de lo divino y lo humano… Pero sólo me acuerdo de una cosa, que no tiene más trascendencia. Lo bueno fue que todos los frailes (y los colegiales) de Soto disfrutábamos con cierta frecuencia de su presencia, gracias a Luis Lago, OP, que sí era buen amigo de él y sí que podría escribir una buena historia. Y parece que fue ayer todo aquello… y lo parece porque, en realidad, también es hoy.
Ciertamente nos pasaa todos, claro que sí. Moverse siempre cuesta más que caminar, aunque los móviles, en ausencia de rozamiento sigan en ese movimiento uniforme, indefinido… Pero nosotros no somos móviles físicos, sino personas de carne y hueso y a veces salir del propio cubil es cansado… Quizá hace frío, puede que esté oscuro y a lo mejor me encuentro con alguien que tiene razones, incluso razón. Y todo esto viene a propósito de la vuelta al seno materno de los lefevrianos, que a mí, la verdad, ni fu ni fa. Y uno puede decir que qué éxito del ecumenismo, que qué maravilla la unidad, que no sé qué, que no sé cuánto… La verdad es que el ecumenismo supone dialogar y en eso, me temo que las jerarquías católicas, con todo lo bueno que en ellas hay, no sonlas más expertas. Habría que haber preguntado a los lefevrianos qué demonios les llevó a romper la comunión, por qué consideraron el concilio una traición y escucharles. A lo mejor decían algo interesante, aunque me parece que, en este caso, estaban muy, pero que muy errados. Existe la tentación de pensar que cuando uno va por el carril equivocado de la autopista, todos los demás son los suicidas que quieren acabar con uno, que es el empeñado en ir por el carril correcto… Claro, se me aducirá que en cuestiones de revelación no valen las reglas, a lo que diré: ¡Vaya que sí valen! Todo lo que somos, hacemos y decimos se rige por reglas y eso no es malo ni bueno, sólo es condición de posibilidad de las acciones humanas. Pero sí, la benevolencia hacia la diversidad –gran cosa– a veces da la impresión de que no se aplica equitativamente y de que se premia (levantar la excomunión) a unos sí y a otros no. No sé, me encanta la misa en latín, porque me encanta la polifonía cristiana, lo cual no significa que, junto a la misa en latín me cuelen de rondón prácticas preconciliares y que (¿será que miento?) quizá han dejado de ser cristianas (no significa que no lo fuesen en alguna ocasión, recuerden aquello de la distinción in fieri et in esse). Simplemente pasaron y aquí la historia sí que es también una suerte de criterio de definición. La tradición judeo-cristiana está tan anclada en lo histórico que volver a ponerse el amito no puede convertirse en criterio de nada. Estamos a otras cosas, hombre de Dios.
Ayer –¡qué magnífica suerte!–, en San Pablo de Valladolid nos cantaron “The Sixteen”, y digo “nos”, porque no éramos muchos y podíamos sentir que estaban cantando para cada uno de nosotros. Casi cualquier cosa bisbaliana o semejante, sin duda, congrega a infinita gente más que éstos números uno (y no es una hipérbole) de la interpretación de la polifonía renacentista. ¡Qué maravilla! ¡Qué deleite! ¡Qué belleza! Cuando Iberia (España y Portugal) era la primera potencia musical del mundo mundial, el latín lengua franca y los textos cantados, cotidianos para cualquiera... Ya, ya, la cristiandad, poco correcto desde el mundo de vista político. Pero en el fondo, quizá un sueño de comunidad global (¿no salen de ahí, mal que les pese a muchos, todas las alianzas, comunidades fraternas y cosas por el estilo, que pretenden buscar lo que nos une por encima de las diferencias?) Claro que suena raro, porque quien usa ese término, lo usa como arma arrojadiza contra los integristas o contra los también integristas de signo contrario. Mas lo que quería decir, tras este prenotando, es que Kant tenía razón (no sé si en todo, ojo) al decir que lo bello (lo que juzgamos bello) nos parece que debería placerles a todos. No se puede imponer, pero nos da la impresión de que quien renuncia a ello pierde algo fundamental, renuncia, en palabras de Stendhal, a esa “promesa de felicidad” que es la belleza. Escuchar la polifonía de Dias Melgás y de Gutiérrez de Padilla no puede cambiarse por nada. Luego hablamos, si quieres, pero primero, escucha: pulchra enim dicuntur quae visa placent, Aquinate dixit. No dejes que te lo cuenten, dicen los publicitarios. Lo mismo se aplica a lo estético
Hoy me ha enviado Moisés un vídeo espectacular de una niña soltándole una parrafada a algunos delegados de la ONU, que da que pensar. Y da que pensar no tanto por lo que dice, que son verdades como puños (y al serlo, a veces se nos olvida reflexionar sobre ellas, por obvias, cuando lo obvio es lo que más nos debería hacer ejercicios de cabeza), sino porque parece que hay un momento en la vida, no sé exactamente cuándo, en el que los grandes ideales se tiran por la ventana… Y no digo que no se hable de ellos, sino que no se piensa con la razón práctica, es decir, nos olvidamos de que, de un modo u otro, las cosas están en nuestra mano. Después de la entronización del presidente de EE.UU (confieso que sentía una sensación rara al ver el impresionante desfile por Washington, que poco tendría que envidiar, creo, a la entronización de Carlomagno, si exceptuamos, claro está, la presencia papal) y de tener la impresión que tal despliegue de poder es el único que faculta para hacer que algunas cosas sean distintas, veo este vídeo y me doy cuenta de que, si uno lo piensa con cuidado, hubo un momento en la vida de la humanidad (quizá, como decía Rousseau, cuando un hombre plantó una estaca en un campo y dijo “esto es mío”, o quizá no), al igual que lo hubo en la vida de cada quien, en que decidimos tirar por el sendero por el que vamos. Y no es culpa mía, ni tuya, sino que es de todos (al contrario que el dinero público, que, como dijo la insigne ministra, no es de nadie). Llámale pecado original, llámale pecado estructural o llámale simplemente akrasía. La cuestión es que, como decía el apóstol, sabemos qué es lo bueno y hacemos lo contrario. Qué cosa, ¿verdad?
Sin duda que lo es. Cuando en las clases nos ponemos a hablar de Dios (en las que lo tienen por tema, a saber teologías varias, teodicea, etc, etc.) utilizamos un concepto. Cuando sale el tema de Dios en cualquier otra disciplina, ya no sabemos qué utilizamos, porque todo el mundo entra al trapo, como un Miura, y ya no hay manera de saber de qué se habla. En todo caso, los conceptos llegan hasta donde llegan y, por necesidad interna, tienen que dejar fuera de sí los particulares, es decir, las experiencias del individuo, sus formas de entender el mundo, las características de cada una de las cosas que quedan ejemplificadas por el concepto, etc. Y esa es la grandeza y la miseria del concepto: que abarca y expulsa. Por eso, aun a pesar de sus limitaciones, es clarísimo que podemos tener un concepto de Dios, como bien sabía San Anselmo que hasta el necio tenía. Ahora bien, qué capte de Dios ese concepto… es otro cantar. Porque seguro que sí, que cuando hablamos del motor inmóvil decimos algo que es verdad, pero se nos escapa tanto, tanta alteridad, tanta carga significativa. Y es que al motor inmóvil, a los conceptos, en general, no se les reza, y nuestra experiencia religiosa está marcada por una relación vital, que se fundamenta en una cierta conceptualización, mas con la conciencia clara de la limitación de la misma. ¿Quién dijo que no necesitamos conceptos en el ámbito religioso? Y ¿quién dijo que eso era todo lo que había? Somos habitantes de varios mundos, que existen y a veces vislumbramos juntos.
En la parte 4ª, capitulo 6, de Los viajes de Gulliver, cuándo éste está en el país de los houyhnhnms, Jonatahn Swift se despacha a gusto contra los políticos:
“Le dije que un primer ministro, o ministro presidente, que era la persona que iba a pintarle, era un ser exento de alegría y dolor, amor y odio, piedad y cólera, o, por lo menos, que no hace uso de otra pasión que un violento deseo de riquezas, poder y títulos. Emplea sus palabras para todos los usos, menos para indicar cuál es su opinión; nunca dice la verdad sino con la intención de que se tome por una mentira, ni una mentira sino con el propósito de que se tome por una verdad. Aquellos de quienes peor habla en su ausencia son los que están en camino seguro de predicamento, y si empieza a hacer vuestra alabanza a otros o a vosotros mismos, podéis consideraros en el abandono desde aquel instante. Lo peor que de él se puede recibir es una promesa, especialmente cuando va confirmadapor un juramento; después de esta prueba, todo hombre prudente se retira y renuncia a todas las esperanzas.
Tres son los métodos por que un hombre puede elevarse a primer ministro: el primero es saber usar con prudencia de una esposa, una hija o una hermana; el segundo, traicionar y minar el terreno al predecesor, y el tercero, mostrar enasambleas públicas furioso celo contra las corrupciones de la corte. Pero un príncipe preferirá siempre a los que practican el último de estos métodos; porque tales celosos resultan siempre los más rendidos y subordinados a la voluntad y a las pasiones de su señor. Estos ministros, como tienen todos los empleos a su disposición, se mantienen en el Poder corrompiendo a la mayoría de un Senado o un gran Consejo; y, por último, por medio de un expediente llamado Acta de Indemnidad -cuya naturaleza expliqué a mi amo-, se aseguran contra cualquier ajuste de cuentas que pudiera sobrevenir y se retiran de la vida pública cargados con los despojos de la nación”.
Esta obra se escribió en 1726. Han cambiado tantas cosas…, sobre todo la agudeza para explicar que el poder es un fin en sí mismo. Por algo será aquello de la kénosis tan fundamental en la tradición cristiana.
He leído por ahí que la BBC va a prestar a los ateos unos minutos de su programación para que, al igual que las religiones “tradicionales”, puedan contar sus historias en la tele y en la radio. Me parece excelente. Todo ello ha surgido a raíz de esos autobuses que andan por ahí uniendo dos tesis y haciendo un silogismo incorrecto: Dios no existe y disfruta de la vida (esto no se sigue de aquello ni aquello de esto, ni la mayor tiene que ver con la menor, y el término medio tiene más cuernos que un ciervo). Pero me parece bien que quien defiende sus tesis ateas cargue también con la carga de la prueba. Porque, de este modo, el ateísmo se constituye en afirmación y no sólo en negación, pues –lo sabemos– negar es mucho más fácil y menos comprometido que afirmar. De este modo se verá cuánto se ha avanzado en filosofía de la religión, que es, cabe suponer, el ámbito donde se van a producir los encuentros y desencuentros. Y es que, tristemente, da la impresión de que la mayoría de los que escriben de modo amateur sobre estas cosas, impresionados por lo científico ateo (que no es todo lo científico, ojo, y ni siquiera forma parte del programa científico, con su método en el que, efectivamente, ni Dios ni no-Dios tienen realmente relevancia), no se han molestado en leer nada de estas cosas sobre lo filosófico al respecto. Leía hoy a un articulistaen El Norte de Castilla, que decía el hombre que, a este respecto, no habíamos salido de Aristóteles y Tomás de Aquino. Bueno, realmente me da la impresión de que él no había ni siquiera entrado (¡queda tan bien citar nombres sonoros…!), mas no hace falta salir de ellos para ver los problemas, aunque cualquiera que estudie estas cosas, desde el Aquinate es llevado a Swinburne, Plantinga, Alston, Wittgenstein, Hick y un porrón de gente más (por citar sólo a los anglosajones), muchos de los cuales aún están vivos y diciendo cosas. Por eso me alegro de que los que defienden que Dios no existe se den cuenta del carácter de creencia de su creencia (o, si lo tradujésemos del alemán, la “creencidad” de la creencia, que queda más chulo).