He visto en la prensa que le han dado el premio Templeton a Francisco Ayala, exdominico y toda una autoridad en el campo dela ciencia. Entodos los medios, la pregunta: ¿es usted creyente? Y la respuesta sabia de Ayala es más o menos (educadamente) un “a ti qué te importa”, porque esa pregunta no suele estar interesada en el contenido de la respuesta, sino en la respuesta en cuanto tal para clasificar al individuo. Al igual que Bourdieu mostró que el gusto nos clasifica (por eso yo sólo digo a la gente a la que quiero qué cosas me gustan y qué no, porque sé que, antes de que se lo diga ya saben cómo soy o intento ser), las creencias también, de modo que en los foros impersonales, como suelen ser las entrevistas de prensa o las conferencias, hay cuestiones que están fuera de lugar. Pero bueno, como todo, esto es discutible.
Lo que me ha llamado la atención son las diversas lecturas que se han hecho de este hecho, valgala redundancia. Enunos periódicos se ve con normalidad. En otro a algunos les hace hiel el alma la mera existencia de este premio, que consideran que, dada la implicación, en el grado que sea, dela Academia Nacionalde Ciencias Americana en su concesión, “desprestigia” la ciencia… Los comentarios que hacen en ese medio me suenan a lo que debió de ser la caza de brujas en sus mejores épocas: es injusto, inválido, e ilícito que alguien pueda pensar distinto que yo. Y curiosamente, para decir eso, apelan a una serie de valores no precisamente científicos, sino, quizá éticos que, por mucho que nos pongamos, después de siglos de darle vueltas, sabemos que no se derivan de ningún hecho que la ciencia pueda esgrimir. Así pues, a mí me parece excelente que le den ese premio a Ayala o que se lo den a quien les déla gana. Delmismo modo que me parecerá excelente, o no me parecerá nada, que den un premio a quien se manifieste en sentido contrario. Sin embargo, me da que pensar la virulencia con que los lectores más “progresistas” (aún hoy sigo sin saber qué es eso y por qué se ha vuelto sinónimo de bueno) han recibido esta concesión.
Hildegarda de Bingen, la celebérrima monja benedictina del siglo XII, música, botánica, abadesa, poetisa, mística, en una ocasión le dijo a un abad: “Piensa que eres un ser mortal, y no temas tanto, pues Dios no está buscando continuamente en ti nada que sea demasiado celestial”. Eso para los que consideran que en el medievo la gente andaba enrarecida todo el día, maltratando sus cuerpos y sus almas en pos de una salvación irrealizable. Hildegarda no sólo recriminaba al abad por creerse un tanto divino y pretender agostar las posibilidades de la gracia (dejarla sin ejercicio), sino que permitía y recomendaba a sus monjas que se engalanasen los días de fiesta, precisamente porque eran días de fiesta y eso debía traducirse en el rostro y en la vestimenta. Es más, para Hildegarda, Dios había dispuesto todas las cosas que hay en el mundo, de tal manera que unas velasen por otras, de ahí que realizase una intensa labor botánica y de farmacopea, pues si el hombre debe velar por las plantas, éstas también deben velar por la salud de aquel, preludiando a Alberto Magno. No quiero con esto glorificar el medievo, inducir a partir de unas figuras la maravilla de una época. No, no me cabe duda de que yo no hubiese durado un día allá. Pero sí me llama la atención la época en su conjunto, que da lugar a figuras de una talla tal que parece que encajan mal con los estereotipos. Hildegarda postuló la unidad del hombre, y defendió que el cuerpo se curaba curando el alma y a la inversa. Es más, interpretando una de sus visiones del Anticristo, aconsejaba que incluso la castidad no fuese más allá de “la medida natural”, por lo que se oponía al desprecio corporal del catarismo y llegó a sostener una escatología en la que las personas resucitarían “en la perfecta integridad del género y de la carne”, y a hablar de la sexualidad como imagen de la Trinidad. Sin duda se trató de una mujer fuerte, bien bíblica, en medio de una Iglesia totalmente dominada por los varones, tanto que, en el siglo XVI Tritemio de Sponheim, queriendo llamar la atención sobre ella, la incluyó en el catálogo de “varones ilustres”. A mí me sirve como ejemplo
A veces da la impresión de que las ideas se mezclan y los árboles no deja ver el bosque. Lo complicado de la reforma del sistema sanitario en EE.UU a mí se me escapa, porque no me cabe duda de que en todo ese rifirrafe dialéctico hay intereses de lo más crematístico en muchos sentidos. Ahora bien, lo noticiable es que las monjas (hermanas) de EE.UU se hayan levantado en armas contra la opinión oficial de la conferencia episcopal. Sin criticar directamente a los obispos en su rechazo radical del plan Obama, una de las líderes de esta “revuelta” afirma que “algunas personas puede que estén movidas por una lealtad política nada prerocupada por la gente que vive en los márgenes del sistema de salud”. La cosa es si las nuevas leyes darán carta blanca al aborto. Mientras unos lo ven así, como una consecuencia necesaria, ellas consideran que no, que no se sigue esa consecuencia. Reafirmando su negativa al aborto, ponen la vista en los millones de personas que, simplemente, no pueden acceder a los servicios médicos, algo que a nosotros, en España, nos suena casi irreal. El artículo del NY Times que habla hoy sobre el tema termina citando a una dominica de Washington, Regina McKillip: “¿Quién ha estado sobre el terreno, en el campo? ¿Quién conoce las luchas por las que la gente tiene que pasar? Las hermanas”. Aceptando que seguramente hay una terrible tormenta de lobbies que se juegan su poder en esta reforma, si yo tuviera que seguir una voz que me inspirase confianza para formar una opinión, sería la de estas hermanas.
Comentando hoy en clase ciertas cosas de ontología del arte (hacen falta ganas, pero qué le voy a hacer, me gusta), recordé una pieza del barroco novohispano que me encanta, me fascina, me “suliveya”, una versión del texto de Marizápalos en la que, desde el otro lado del atlántico, nos dicen que “en sus manos más valen dos blancas que todo el ochavo de Valladolid”. El ochavo, a más de ser una moneda, es una plaza de Valladolid que ya no es plaza, sino un cruce de carreteras pero, si uno se fija bien, puede ver su forma octogonal, en la que confluyen una serie de calles gremiales que hablan de la historia larga, profunda y quizá gloriosa de esta ciudad. Pues bien, antes de repetir el verso, pregunté a mis alumnos cuántos eran de Valladolid, y el número de los que alzaron la mano fue bastante elevado. Ah, me dije, entonces lo entenderéis. Pues no. Para mi sorpresa, ninguno sabía dónde estaba la plaza del ochavo. Agggg, fuera Kant, fuera Hegel, fuera todo. Nada había más importante en ese momento que hacer un croquis para mostrarles una de las plazas más famosas del mundo en el siglo XVII (casi irreconocible, repito) por la que, con certeza habían pasado un millón de veces. No me cabe duda de que, de hoy en adelante, van a ver el ochavo, la plaza del ochavo, la que cantan las crónicas novohispanas, y ya no un insípido cruce de calles. ¿Acaso no es las dos cosas, cruce y plaza? Si basta con aprender a ver para ver, y ver mejor. De más está decir que donde dice cruce de calles puede ponerse lo cotidiano y donde se lee ochavo puede entenderse ¿la gloria? (aunque suene raro este término, leánse, por favor, las acepciones del mismo en el diccionario de la RAE. Ahora se entiende, ¿verdad?)
La parábola del hijo pródigo que hoy hemos escuchado es, sin duda, una de las páginas más bellas del evangelio. Siempre que se habla de lo sobrenatural suena raro, un poco a programa nocturno de radio, otro poco a tiempos pasados definitivamente arrumbados y un ratito a cosas raras que pasan en pueblos perdidos y no suficientemente evolucionados. Y resulta que sea lo que sea lo sobrenatural (a lo que damos nombre, pero no determinamos, porque sólo lo podemos entrever paulinamente como en un espejo) nos lo cuenta la parábola de hoy. Hay una actitud natural, lógica, cotidiana, que es la del hermano mayor, el vapuleado de la parábola: ¿acaso está siendo justo el padre? Lo natural es eso, la actitud y la espera de la recompensa tasada y perfectamente medible y mensurable: tantos días aquí, tanto me toca; tanto trabajo, tantas monedas. Lo sobrenatural, por el contrario, aquello a lo que según Tomás de Aquino está llamado el hombre (bien violento y bien paradójico) es lo otro: estaba perdido y le he encontrado (cuántas parábolas no hay sobre el tema en los evangelios) y, acto seguido, aparece gratis (por gracia) lo que está más allá del ojo por ojo. Es lo sobrenatural, lo que no nos sale “naturalmente”. Hay tradiciones escatológicas que sostienen (esperan) que Dios será primero justo y, una vez que se haya hecho la justicia, misericordioso, porque lo sobrenatural es la misericordia (otra palabra, esa del corazón contrito, que también nos suena a rancio, como de otra época). El evento de lo sobrenatural, como dice un teólogo norteamericano, acontece en estos hechos, aunque no se reduzca a los hechos. Siempre hay un algo más que forma parte, como decían los medievales, de su sentido anagógico: lo que nos cabe esperar.
“Espero que Cristo cumpla su palabra”. Ayer escuchaba en la radio, camino de Madrid, este epitafio que, según la locutora, deseaba Miguel Delibes. La verdad es que me chocó, no por que lo dijese Delibes, que es perfectamente esperable, sino porque lo incluyesen en la noticia radiofónica. Vende muy poco esperar que Cristo cumpla su palabra, y en el fondo, en esa espera, creo que nos igualamos todos los cristianos. A esa esperanza le ponemos caras, rostros, formas y al mismo tiempo sabemos que es un ejercicio de “wishful thinking”, que dicen en la lengua de Shakespeare… Pero, ¿no es todo pensamiento algo “wishful”? ¿No pensamos lo que deseamos y queremos, y queremos lo que pensamos que debemos querer? Nunca he comprendido bien el irracional deseo de separar razón y deseo, porque hasta donde yo sé, el deseo pocas veces es irracional, y a veces es el motor de la esperanza, del acontecimiento que somos. Ni toda la racionalidad se reduce al modus ponens ni toda la existencia del hombre se rige por lo que le cabría esperar según lo que vio. La esperanza, la otra cara de la caridad y dela fe. Escucharesa esperanza de Delibes me ha hecho más bien que un lote de documentos episcopales. Una cosa más que agradecerle a este enorme escritor.
No es fácil asumir tantas noticias como sueltan los periódicos cotidianamente, y a veces pienso que hay al menos tantas otras que no aparecen. Siguiendo la liberación de la española secuestrada en África (así lo voy a decir, en general) me he dado cuenta de que hay ahí un enorme continente que prácticamente no sale en la foto (quizá porque se ha movido demasiado, o porque no se mueve, que ya no sé si se aplica lo de Alfonso Guerra a este caso o no). El mismo periódico de hoy, El País en concreto, en una página denuncia la connivencia de muchos intelectuales de izquierdas con buena parte de las dictaduras que en el mundo han sido y en la página siguiente afirma que el partido socialista se opone a que se enseñen en las escuelas los crímenes de Stalin en Ucrania. Lo que me importa de todo esto es que, como bien se ha dicho, el desconocimiento de la historia nos condena a repetirla. Pero el conocimiento de la historia, público y compartido, no es condición suficiente para que no se repita. La publicidad, seguramente, es condición necesaria para la libertad, pero no es suficiente. Sólo hay que echar un vistazo a lo dicho y a lo no dicho estos días al respecto de dictaduras, presos políticos y demás. Bacon decía que uno creerá lo que esté dispuesto a creer. Esa citala utiliza Sokalen su último libro publicado en España para lanzarse contra la religión (una de las pseudociencias, la llama él), inconsciente de que se aplica exactamente del mismo modo a lo que él desarrolla en su libro. Pues bien, la condición suficiente para la libertad, la comprensión, la verdad, etc. seguramente no sea algo individualizable (x, y, z), sino “esa cosa” que lubrica toda nuestra vida y la hace capaz de sentido, “esa cosa” ala que SanPabloconcede todo el protagonismo en 1 Corintios 13.
Voy a presentar una excusatio non petita, que espero que no sea una acusatio manifesta. No me importa nada de nada a quién le den los Oscars. Los premios tienen la extraña virtualidad de que están, antes que nada, para criticarlos, especialmente cuando el ámbito en el que se otorgan es uno que no es primeramente estético, sino crematístico. Pero he de confesar (y aquí viene mi incongruencia) que me ha alegrado (aunque me hubiese dado absolutamente igual que no se lo hubiesen dado) la concesión del Oscar a la mejor película de animación a Up. Sin duda, es de las mejores películas que he visto este año. Una película de animación acerca de la vida, así de simple, y de una vida con un poco de todo: esperanza, anhelos, frustraciones, promesas, amistades, generaciones, viajes, no-viajes, de todo, vamos. Es de esas películas que a ciertos críticos un tanto autocráticos no le suelen gustar porque no son trágicas, en el sentido de que no revelan que la vida sea un absurdo, sino todo lo contrario: pone sobre el tapete la afirmación del sí a la vida y de una vida dotada de un sentido pleno, de una vida que hacemos porque habitamos en ella y nos alegramos de habitar en ella. Todo eso es Up, un auténtico placer para los sentidos, el entendimiento, la voluntad, la cogitativa, la estimativa y todas las facultades que a uno se le puedan ocurrir. Ahora entenderán por qué me alegro de que le hayan dado el Oscar, y por qué si no se lo hubiesen dado, me hubiese sido indiferente la no concesión. Si alguien no la ha visto, ahí va mi recomendación para el fin de semana (para cualquier fin de semana, aunque caiga en miércoles):
Soy practicante de la radio, de ese bello deporte que consiste en quedarse frito mientras se escucha una voz, normalmente una voz que alegra el momento en que Morfeo le recoge a uno en sus brazos, y una voz que glosa la actualidad del día anterior cuando Morfeo se retira, asustado por el despertador. Pero echo en falta en la radio (no digo que no las haya, simplemente que no las he encontrado, porque no suelo mover tampoco demasiado el dial, que es de los de rueda de toda la vida, y luego no hay quien encuentre nada) cosas como esta, una entrevista al filósofo inglés John Haldane, en la que le preguntan por qué es teísta, es decir, por qué cree en Dios. Doy vueltas a mi cabeza, y no sé dóndepodría tener cabida (o intereés) una entrevista de ese tipo. Hala, cuénteme usted una cosa que aparentemente no vende, que ni trata de faldas o pantalones, ni de fútbol ni de toros o de cotilleos políticos. Cuénteme usted por qué cree que hay un orden en la naturaleza, una belleza que no se explica así, sin más. Y atrévase a decirme que hay cosas que la ciencia no podrá explicar. Uau, me he quedado sorprendido, porque son afirmaciones fuertes, especialmente en la radio, donde se supone que uno monta una emisora para ganar dinero o propagar ideas, no para pensar. Pero de momento, tenemos Internet (no sé hasta cuándo), donde podemos escuchar de todo, no sólo aquello que hay que escuchar ahora y ya, sino aquello que aconteció y que queda aquí registrado como en un archivo. Si alguien tiene ciertos conocimientos de la lengua de Purcell y le apetece escuchar una entrevista filosófica –se esté o no de acuerdo con las conclusiones– y ponerse a darle vueltas a la cabeza, le recomiendo a Haldane para el fin de semana.
Si no estás preparado para equivocarte, nunca serás creativo. Esta es una de las frases que he entresacado de un vídeo (está en inglés) que me ha mandado mi amiga Lucía, que se dedica al mundo de la educación y, por lo que veo, al de la educación en serio, no al constituido por la cantidad de barbaridades pseudopedagógicas con las que los que mandan y dirigen el ministerio nos tienen fritos a los que nos dedicamos a estas cosas. Pues bien, este hombre convence no sólo con lo que dice, sino con cómo lo dice. Su idea de que nuestro modelo educativo responde a una sociedad decimonónica orientada a buscar titulados aptos para rellenar los huecos que va generando el desarrollo industrial, a la par que descuida aspectos elementales de la persona, me parece indiscutible. Es más, ese modelo genera una cierta jerarquía social en la que se valora casi lo que capacita para ingresar en ese mundo, y se desprecia, por ejemplo, al que toca en la calle o al que baila en un local que no sea el teatro real o cosa semejante. Todo va de la mano, pues, y todo depende de un sistema educativo que fomente la creatividad (especialmente porque, como señala, no tenemos ni la menor idea de cómo será el muindo en 2065, año en que se jubilarán los críos que ahora están en primaria). Desde luego, cabe pensar que a los redactores de la miríada de leyes, decretos y demás cosas raras que nos obligan a multiplicar sine necessitate los papeles, informes, protocolos y yo qué sé qué más, tendrán en mente algo de esto, pero creo que nada más lejos de la realidad. No sé qué sucede en secundaria (cuando andaba por allá era algo por el estilo). En la universidad, e espíritu de Bolonia debió ir por ahí alguna vez, pero si el espíritu está presto, la carne es débil, y lo que va saliendo es un pálido reflejo de lo que podría haber sido de haberse hecho bien las cosas. Me da en la nariz que algo así sucede en el mundo religioso: si no se está preparado para equivocarse, no se alcanzará un nuevo lenguaje, un nuevo modo de catequesis, de contar el kerigma, y como consecuencia de ellos, se multiplicarán los protocolos, las comisiones y los papeles. Seguro que así no nos equivocamos, pero tampoco vamos a llegar demasiado lejos.