28
Jun
2011Jun
Conclusiones
3 comentariosHace unos días tuve ocasión de asistir a una conferencia (en realidad a varias) de filosofía, con temáticas distintas, si bien todas muy actuales. Si alguien me hubiese preguntado al salir de cualquiera de ellas cuál había sido mi conclusión, podría haber confesado: los filósofos de esta universidad o bien son calvos o bien nunca se peinan. Obviamente, esa no es la respuesta que esperaría mi interlocutor, y yo lo sé. Pero a partir del enunciado de la pregunta, si lo analizamos término a término, nadie podría decir que no he contestado a esa pregunta (quizá de hecho ese fuese mi conclusión principal de la conferencia, o lo que más me había impresionado, o lo que más me había dado que pensar…, pero seguramente no es lo que me preguntaban). ¿Cómo sé yo que no es eso lo que preocupa a mi interlocutor? Lo sé, porque entiendo las convenciones lingüísticas y, como dicen los filósofos, porque sé jugar un juego de lenguaje. Todos sabemos jugar, unos mejor y otros peor. Algunos incluso creen que el fin de todo nuestro artificio racional es jugar ese juego, un juego argumentativo que no tiene más finalidad que ganar en los debates (cosa que, aunque se acaba de publicar con muchos estudios de campo en una prestigiosa revista, ya había dicho Schopenhauer en ese escrito tan lúcido, pero con tan mala leche, que editó Franco Volpi, El arte de tener razón). Y sin embargo, junto a todo este mundo del lenguaje, o en él mismo, tenemos conciencia de que lo que importa es algo que no es ello mismo completamente lingüístico, las cosas, muchas de las cuales no se dejan decir (sea Dios, sea el dolor de muelas). Qué cosa difícil es la realidad.