Estoy leyendo un libro excelente sobre una película excelente, La delgada línea roja, de Terrence Malick, de formación filósofo. Hay una cacao enorme en el panorama contemporáneo acerca de las interpretaciones y de sus objetos (si hay objeto antes de la interpretación, si aquellos sólo se constituyen por éstas, si no hay un más allá de la interpretación que otra interpretación…). No me voy a ir por esos vericuetos de tanta altura, que sería irse muy lejos sin razón. Pero estoy disfrutando de la lectura del libro enormemente, precisamente porque he visto la peli. Si no la hubiera visto, no me estaría enterando de nada. Pero así, en ese marco perceptivo abierto por La delgada línea roja puedo comprender perfectamente hacia dónde apunta cada una de las afirmaciones del libro y no sólo eso, sino incluso hasta estremecerme estéticamente, precisamente porque puedo situar en su sitio e iluminar de modo novedoso algún detalle que se me había pasado por alto o comprender algo a la luz de nuevos horizontes. Y usted dirá: ¿y a mí qué? Bueno, pues nada en particular, la verdad. Simplemente que la experiencia religiosa es totalmente análoga. Si uno no ha "visto la película", no se enterará de muchas cosas que para otro son motivo de goce, de comprensión o de disfrute. Si uno no escucha un preludio de Böhm, por poner un ejemplo que tengo fresquito, ya puede leer millones de páginas acerca del mismo, que no le van a servir para nada, precisamente porque falta lo que dio génesis a todos esos mamotretos. Me encantan las interpretaciones. Pero “de algo”.
No creo que sea del todo normal la psicosis que los medios de comunicación han inducido en el personal a cuenta del accidente de Barajas. Todos, y digo todos los que hemos volado alguna vez hemos sufrido bien retrasos, bien averías e incluso aterrizajes de emergencia para cambiar de avión, porque no nos caímos de milagro. Sí, sí, así es. Y punto. Lo que no es normal no es que se caiga un avión (que ya dije el otro día que el margen, por pequeño que sea, es un margen, como su mismo nombre indica), sino que la gente se amotine cuando el piloto les dice que se ha estropeado no sé qué válvula, pero que el vuelo es seguro, como ha sucedido ayer. Conducimos coches con infinitamente menos garantías: de hecho suelen sonar por todas las esquinas, por viejos o por pellejos, y no le damos mayor importancia a la cosa, pero ah, resulta que se estropea la válvula del condensador de fluzo, que no tenemos ni la más remota idea de para qué sirve (ni siquiera si es verdadera, que no lo es, salvo en las películas de Regreso al futuro) y nos ponemos como hidras exigiendo nuestros derechos y no sé qué. Nunca he sido partidario de la tecnocracia, pero de ahí a reconocer igual competencia a todos en todos los ámbitos media un abismo. La tontuna de los medios y de los que siguen aborregadamente la consigna de que volar es peligroso sólo va a conseguir una cosa: que nos hagan firmar un papel la próxima vez que subamos a un avión haciéndonos totalmente responsables de nuestra decisión (como si no lo fuésemos ya), en este caso, sí, tristemente, para no percibir ni un duro de indemnización en el caso pesaroso de que nos demos un trompazo. Vivir con miedo es lo peor que le puede suceder a una sociedad, situación quizá sólo semejante a vivir en la perpetua desconfianza. ¿Acaso estamos todos enfermos? ¿Es normal esta psiquiatrización de la vida cotidiana? Dejo de escribir, que me entra la depresión post-vacacional.
De vez en cuando uno se sorprende al encontrar un artículo de prensa en el que el periodista parece ir contra la tiranía de lo políticamente correcto, que ha convertido ciertos términos en políticamente aceptables y otros en nefandos. Es una columna de El País donde el autor se despacha a gusto contra la mediocridad que dictan los que están arriba y tienen la sartén por el mango, es decir, a los que no les queman ni les duelen los sartenazos, precisamente porque son siempre ellos los que los dan. De un tiempo a esta parte domina la creencia de que la aspiración magnífica a la igualdad implica que un tipo muy feo y enclenque pueda convertirse en mister universo y otra que ha suspendido sistemáticamente todas las asignaturas de la carrera haya de ser, de modo obligado, por la misma estructura inmaterial de la justicia, diseñadora de las piezas del nuevo transbordador espacial, no sé si para evitar frustraciones o porque, dado que, en principio todos somos iguales, todos podemos hacerlo todo. Nada más lejos de la realidad. Los escolásticos, con su operari sequitur esse sabían bien de lo que hablaban, y no se referirían, ni de broma, a la idea de que, ya que todos participamos de la esencia humana, todos podamos hacer todo lo que es posible para tal esencia (si es que hay una cosa tal, no me vayan a reñir los post (-estructuralistas, -modernos, -humanistas, etc.). Que uno haga bien una cosa no significa que lo haga bien todo, ni que todos puedan hacer bien tal cosa. Que la escuela deba ser democrática no creo que signifique la inversión y confusión de roles que a todos los que hemos dado clase alguna vez en secundaria nos ha tocado padecer. Un buen amigo mío decía que en su clase reinaba la democracia: él mandaba y los alumnos obedecían. Es un perfecto ejemplo de lo que retrata ese artículo del El País. Seguro que a la mayoría de los impositores (cómo se parece esta palabra a impostores, qué curioso) de la corrección política les parecerá inaceptable tal cosa (ah, qué nostalgia de Summerhill), pero les parece lo más normal que sean ellos los que mandan en el ámbito del pensamiento público, mientras que los demás obedecemos y agachamos las orejas. A la porra con ellos, por no repetir las celebérrimas palabras de Fernán Gómez
¿Qué he sacado en claro de las noticias de estos días? Varias cosas, entre las cuales no es la menor el carácter estúpido de buena parte de los organizadores del periodismo veraniego, persiguiendo a todo el que pudiese estar, de un modo u otro, implicado o vinculado, por muy tangencialmente que fuese, en el accidente del avión de Barajas para arrancarle una brizna de información que pudiese satisfacer un interés creado por ellos en el público. Sólo me interesa, y quizá por una curiosidad puramente técnica, qué fue lo que falló, en la medida en que eso pueda saberse, ya que podemos ir tirando de causas segundas en un proceso al infinito (deriva que tomará la prensa hasta que el personal-lector-oyente se canse del tema). Y es que la idea de accidente (al menos de ciertos accidentes) no cabe en el imaginario que nos venden. No sé por qué extraña razón hemos asumido de una manera en cierto modo natural los accidentes automovilísticos como parte de nuestra vida y estamos dispuestos a bregar con ellos, pero no los accidentes aéreos. Han pasado, pasan y pasarán, pues siempre queda un resquicio en la estadística para el accidente, un concepto, dicho sea de paso, que ha cambiado tanto de significado a lo largo de la historia (como casi todos) que convendría echar un vistacillo a eso que los hermeneutas llaman “historia efectual” del mismo. Nadie cree estar invocando a Aristóteles cuando tiene un accidente, pero simplemente con decirlo, está vertiendo en su decir la idea que el estagirita tenía del symbebekós. Y es que somos aristotélicos hasta el tuétano, incluso cuando se cae un avión. Conviene tenerlo en cuenta cuando los que salen en la tele, los vendedores de falsas seguridades, que diría Jesús Espeja, se empeñen en engañarnos. La letra del Réquiem rezaba aquello de “cum vix iustus sit securus”: ni siquiera el justo está seguro ante el juicio de Dios. Pues si no lo está ante el juicio de Dios, ¿lo va a estar ante una máquina o ante otro hombre? Los concepto filosóficos y teológicos se han secularizado y lo que antes se rogaba, se esperaba de Dios, se le pide y se le exige ahora a la humanidad, al hombre y a sus máquinas. Supongo que habrá que hacerlo, pero no me resigno a creer que toda nuestra esperanza y toda nuestra sorpresa haya de limitarse a lo intramundano.
Hoy hablaba con MiguelÁngel, OP, que está en El Seybo, República Dominicana, y me hablaba de los estragos que el huracán Fay ha causado en ese país y sobre todo en Haití. Yo le decía que no había visto nada en la prensa, es más, ni sabía que andaba ese huracán por ahí (se me habría escapado). Poco después de hablar bajé a mirar los periódicos y vi una mini-columna en la que se da razón de la cosa, pero en una esquinilla casi imposible de encontrar.
Lo que otrora hubiera ocupado portada de periódico, el accidente en que se han matado unos cuantos magrebíes (en España, no en Sudán) ocupa las páginas interiores tirando hacia atrás. Y es que las portadas las copan las Olimpiadas y, un poco después, el caos de Georgia, del que cada vez creo que me entero menos. Que vivimos en el puro seno del panem et circenses es más evidente que en la época de Claudio, la tontuna colectiva en la que sólo (y no digo que no haya que dedicarle unos minutos al día) se habla del deporte. Pero, oh sorpresa, me encuentro con la tercera del ABC, donde, inopinadamente, el director del periódico denuncia el desastre de El Congo. Cuando uno esperaba ver glosados los éxitos deportivos patrios (qué más me da quien gane: tan mío es eljamaicano que vuela como el guineano que casi se ahoga. ¿Cuál es el lazo que me liga a los deportistas españoles? No consigo verlo por ningún lado) se encuentra con una página honesta, comprometida (sin alharacas) y que merece la pena leer, porque nos muestra la cara B de nuestra vida. Mientras tengamos 24 horas de deportes al día (o en su defecto, de trifulcas políticas o de cotilleos episcopales) las cosas irán bien. ¿Irán bien? Quizá quoad nos, pero, ah, eso sólo demuestra nuestra limitación insuperable. Que nos sea leve
Leyendo un periódico de hoy me he encontrado con una galería de imágenes que, puestas en el mismo recuadro, no dejan de sorprender a cualquiera que tena ojos para ver. Por una parte aparece un soldado consolando a una mujer en Georgia y, por otra, los legados de una serie de países, que van a ¿arreglar la situación? No parece que la situación les incomode demasiado. No digo que tengan que viajar en el gallinero del avión (como hace el 99% de la población) ni que tengan que poner cara de filósofo contemporáneo que parece un Atlas soportando el peso del universo sobre sus cansados hombros. Pero algo más de decencia y menos repanchingueo no vendría mal del todo. Cualquiera diría que van a los toros de Peñafiel a pasar la tarde.
Y, mientras buscaba esas fotos en la red, que me incomodan grandemente, me llegaba un correo muy divertido, en el que, entre otras cosas, se me adjuntaba el chiste de una señora que se preguntaba algo así cómo qué pasaría si en los próximos cuatro años no tuviésemos presidente. Creo que poca cosa. Por mucho que los sabios de la cosa me cuenten que nos gobiernan unos genios (no sólo en España, sino en el ámbito cósmico, aunque, al decir de los consejeros áulicos nosotros tenemos el mejor de los gobiernos posibles), estoy convencido de que hacen más bien poco y que su falta no sería excesivamente dañina ni lesiva. ¿Anarquía? En absoluto. Simplemente, ¿por qué no buscar otra cosa, aún no imaginada (por eso no sé cuál)? ¿Qué tal cuatro años sin gobierno a ver qué sale? Desde luego, las imágenes de los poderosos son de lo más desazonantes. Será el verano.
Ese es el problema, o al menos parte del problema: los que escriben sobre estas cosas tienen poca idea de lo que escriben. No es que yo sea un experto, nada más lejos de la realidad. Sé lo que he leído de Emilio G. Estébanez (por cierto, a la vuelta de verano aparecerá un libro póstumo que no tiene desperdicio), o las investigaciones excelentísimas y detalladísimas que elaboró mi amolSudabee Lotfianpara obtener su licencia en Ciencias de la religión. El País publica hoy una ¿investigación? sobre el sacerdocio femenino que no hay por dónde cogerla. Y claro, sólo hace falta ser mínimamente avispado para tirar por tierra el niño con el agua. Párrocas, un NT que abarca los diez primeros siglos de historia de la Iglesia, pinturas misteriosas… léanlo, léanlo. Claro, y de estos polvos, lodos sulfurosos. No me extraña que un sacerdote diocesano me haya escrito un correo a raíz del “Con acento” que publiqué sobre el sacerdocio femenino y que reza así (ya que lo ha enviado a la página del portal, supongo que no le parecerá mal que lo transcriba tal cual, pues no tiene carácter privado, o al menos así lo interpreto yo):
“Al sr.SixtoCastro OP, me presento, soy un sacerdote diocesano,AntonioM Alvarez, he leido su comentario sobre el "debate" en torno al sacerdocio femenino. Creo que se equivoca de cabo a rabo. Para empezar no conoce absolutamente la Teologia del Sacramento del Orden. Asi cree que la ordenacion es puramente funcional, con lo cual lo mismo da un hombre que una mujer. Para nada habla del caracter ontologico del sacramento, me parece que frivoliza como una feminista amargada que, apenas sin sentido, confunde la paternidad con la maternidad como si fueran lo mismo. Desconozco si usted es sacerdote, en caso afirmativo bien podia repasar, a tal vez leer y estudiar por primera vez el tratado sobre el Ministerio: " Llamados para servir" Ed.Herder, autor Miguel Ponce Cuellar. Sospecho que ha leido lo equivocado y no tiene miras de futuro. Si no es sacerdote, bien haria en abstenerse de ordenarse y esperar a hacerlo conjuntamente con mujeres. Atentamente”.
Efectivamente, no conozco esa teología inmutable. Supongo que, como en todo, las cosas irán cambiando, pero bueno, he de reconocer que no he leído ese libro. He leído muchos libros, pero ése, fíjate, no (Timeo hominem unius libri). En realidad, el problema, tal como lo veo desde mi inmensa ignorancia, es confundir ontología con gonadología. De ontología sé algo (poco) y no se reduce a un tratado de partes blandas, créame. Ah, y me encantará ordenarme conjuntamente con mujeres, aunque no tengo ninguna vocación al orden.
En conclusión, lo que este santo sacerdote critica es, posiblemente, ese mundillo rancio que generan artículos como este de El País, es decir, un estado de opinión basado en convicciones y buenas intenciones, pero que no admite la más mínima crítica racional (y no creo que mi brevísimo "con acento" haya ido por esos vericuetos). Ni el artículo mentado ni la crítica que este buen hombre me hacen pasarían un examen de primero de facultad de teología. No traten de confundirme para siempre.
La vuelta a la normalidad (a casa) es lo que tiene. Si mientras uno está fuera sólo lee los titulares de los periódicos en internet y pincha aquí o allá a ver qué se cuece, al llegar a la cotidianidad se ve “obligado” a leer de nuevo el periódico entero (eso sí, saltándose las páginas que no le interesan, que cada día son más) de modo que, por muchas precauciones que tome, acaba poniéndose de mal humor. Lo que era será y lo que se hizo se hará, que decía nuestro amigo el autor del Eclesiastés. Lo mismo, siempre lo mismo (una de las grandes ideas de Platón, que, por lo que se ve, se ha comido a otra de las grandes, lo otro). Se habla de la misma gente, las mismas cuestiones, en elmismo tono… Loas para unos, maldiciones para otros… y hastío para el lector. Y que no pueda dejar de leer el periódico: esa sí es una verdadera condena. Me gustaría llegar al estado de sabiduría que encarnaba Gadamer: no leer cosas que no tengan más de mil años. Ésas sí han probado a sangre y fuego que tienen derecho a permanecer, a ser leídas, que interesan. Lo que nos venden los periódicos, cada día más, es carnaza que se dirige sólo al alma concupiscible, si acaso a la irascible pero que, en ningún caso sube más arriba. ¡Qué condena! Menos mal que volver a casa tiene más que ofrecer que si no...
Hace años que no paso un día de Santo Domingo en mi casita de Valladolid. Pero creo que pocos frailes lo pasan, dado el carácter agostero de estas fechas, en las que casi es obligado estar fuera de casa. Por eso lo celebramos habitualmente en mayo. No obstante, es cierto que los frailes que están de vacaciones suelen acudir al convento más cercano para celebrar este día. En los últimos años lo he pasado fuera de nuestra santa predicación de San Gregorio, pero también en un convento, normalmente bastante lejos (si estuviese cerca iría al mío, vamos, supongo). Y se celebra con tanta devoción como nosotros lo celebramos en mayo, pero de manera muy distinta, atendiendo a las costumbres del lugar. Para esta tarde, los frailes con los que estoy han preparado una ceremonia que llevan ensayando varios días y en la que, por lo que percibo, han puesto una enorme ilusión. Así pues, feliz día de Santo Domingo.
Hoy he asistido a una celebración del día de Santo Domingo en la que no me he enterado de nada, pero de nada y nada de nada. Será porque era en una lengua que me era del todo desconocida, de raíz no indoeuropea (porque en esas siempre se acaba pillando algo, aunque sea asomando por una esquina). Y me vino a la mente, así como por ensalmo, aquel dictum de Heidegger de que “el lenguaje es la casa del ser”. Cuánto no se habrá escrito sobre esas palabritas, pero lo que a mí me sugirieron hoy (estos días, en general) es que quien no domina una lengua simplemente no es ahí donde se habla. Así de radical: no es, por eso los emigrantes que no se aculturan nunca son, siempre quedan en la pura marginalidad. Sin lenguaje no hay ser. De ahí que se agradezca tanto que, de vez en cuando, aparezca alguien que nos hable en una de las lenguas que conocemos, mejor o peor, pero con la que podemos ser de nuevo. Cada vez que aprendemos una lengua, entramos a habitar un mundo nuevo. Y hay miles, y yo he visto algunos… aunque a veces creo que lo he soñado (guiño para cinéfilos).