A la vista de los desastres naturales de Birmania y de China, me ha venido a la mente recuperar algo que escribí hace un montón de años, en mi síntesis de teología, que versaba, precisamente, sobre el mal. Allí decía que cuando el mal se hace presente, Dios le sigue como pregunta teórica. ¿Qué hace Dios? ¿Por qué no lo evita? ¿Acaso no puede? Preguntas abiertas, sin respuesta. Los trágicos griegos, los filósofos, cualquiera que fuese, sea o haya de ser su escuela, sus creencias o sus orientaciones, los teólogos de todo tiempo y lugar, los científicos, los pensadores en general y el hombre de la calle se han interrogado, se interrogan sobre eso, y seguirán haciéndolo mientras el hombre sea hombre, especialmente cuando son presas de lo que se ha dado en llamar "experiencias límite". Las respuestas son totalmente diferentes en cada sistema de pensamiento y en cada conciencia. Para algunos, Dios y el mal son incompatibles. La existencia de cualquiera de los elementos de este dipolo implicaría sin más la no existencia del otro. Normalmente –así de crudas son las conclusiones nacidas de la desnuda experiencia–, así planteada la cuestión, es Dios quien queda fuera de la categoría de existencia. El mal triunfa. Pero no todos piensan así. Algunos dirán que el mal no existe. Si el hombre habla de algunas experiencias o situaciones como malas es porque su visión su comprensión o su mismo ser es deficiente. Algo le falta. Pero no. La vida de miles, de millones de hombres certifica que algo no marcha bien. Hay un "sustrato", un "no se qué" que impide que las cosas funcionen como nosotros creemos que deberían de funcionar. Por eso se vuelve a recurrir a Dios, bajo muy diferentes concepciones, eso sí. El imaginario cristiano está completamente saturado y, de cuando en vez, renacen en él imágenes paganas: para muchos este Dios es omnipotente, pero impotente ante el mal, por diversas razones; otros creen que este Dios tan poca cosa no nos sirve, porque deja que el mal le venza, y, para eso no necesitamos de él. Es difícil que, en un pensamiento humano moderado, que tenga incluso la idea de Dios, –el "Dios de los filósofos"–, la realidad del mal no sea un elemento de constante irritación y derrota intelectual.
Eso decía entonces, y eso sigo pensando hoy. Un terremoto (hecho naturalísimo) o un tifón (igual de natural) no nos deberían provocar más que reacciones puramente naturales. Un “vaya, hombre…”, o un “qué naturaleza esta, ¿verdad?” serían suficientes… Lo serían, pero no lo son. Por eso, el maldito mal, en vez de cargarse a Dios, lo pone en primer plano bajo la forma de un “por qué” irrespondible, pero inevitable. Al fin y al cabo, lo que nos inquieta es la pregunta eterna. La respuesta naturalista nos deja más fríos que la momia de Tutankamon.
Ir al artículo