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Sixto Castro Rodríguez, OP

de Sixto Castro Rodríguez, OP
Sobre el autor


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8
Oct
2006
Fes y virus
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Según recogen las agencias de noticias y los medios de comunicación que se nutren de ellas, el reciente premio nacional de narrativa, Ramiro Pinilla, ha afirmado que “cualquier nacionalismo, cualquier fe, la religiosa o la política, son negativas”. Error. Respeto muchísimo sus canas y sus años, y su enorme sabiduría, pero creo que este juicio de valor (que no de hechos) se le ha ido de las manos. La fe es lo que hace que cada uno nos levantemos de la cama, y no me refiero sólo a la fe religiosa, sino a la fe laica y de andar por casa que nos dice que ese día va a ser mejor que algunos que han sido horrendos, la fe que nos dice que todo va a salir bien, o la que nos hace creer, a veces sin asomo de indicios, que lo que hacemos cada día tiene un sentido, sea trascendente o sea inmanente, que eso, para este caso, da lo mismo. Otra cosa son las fes particulares, que a veces son pesadas e impositivas, aunque otras son bien tranquilas y bienhechoras. En cualquier caso, nuestro reciente premiado ha empleado uno de esos juicios universales que no se pueden manejar sin saber que se cae en una falacia lógica. Si él sabe que está siendo falaz, porque sabe que la lógica no es el criterio último de la vida y no quiere atarse a las leyes porfirianas, al menos sabrá también que el juicio de valor que ha emitido se apoya sobre una determinada fe, que, por su misma declaración, queda desautorizada. Así pues, cualquier entendedor se dará cuenta de que su fe en la Encarnación, por poner un ejemplo de los gordos, no se puede identificar así, sin más, con la de los que desfilan en la procesión de moros y cristianos ni con la de los que la quieren quitar. La fe se dice de muchas maneras, como el ser de Aristóteles (si bien hay un sumo analogado, que el postmodernismo está bien en los laboratorios, como el virus de la viruela: a todos nos gusta estudiarlo, pero sin que nos muerda el gaznate).

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5
Oct
2006
Cambia o no cambia?
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Cuando se anda por esos mundos de Dios que no se corresponden exactamente con el mundo de la vida cotidiana, uno suele tener la malsana curiosidad, facilitada por la técnica moderna, de echar un vistazo a la prensa patria. Recuerdo, estando en la República Dominicana, que ponían por la tele un culebrón de esos que tanto éxito tiene por doquier. Algún día, por las razones que fuese, se veía cómo Leonor Leocadia y Fernado Alejandro se odiaban a muerte amándose de modo inmisericorde. A los veinte días era justo al revés, se amaban a muerte odiándose de modo inmisericorde. El secreto, supongo, está en hacer que no cambie nada, en poner de vez en cuando algo de sazón haciendo aparecer un hijo secreto o una abuela despechada. La cosa se alarga así hasta límites más allá de la imaginación. Bueno, pues nuestro mundo politico, del famoseo, del deporte y de esas otras gentes de mal vivir que suelen llenar las páginas de la prensa son los constitutivos del culebrón nuestro de cada día. Uno se pregunta si realmente ha pasado algo desde que ha salido de su casa. La respuesta es que sí, claro, pero no interesa. Lo que realmente pega, es lo que es siempre lo mismo, lo que no cambia, lo immutable. Ni siquiera el dios de Aristóteles, pensamiento que se piensa a sí mismo (y ojo, que tiene mucho en qué pensar) era tan aburrido. En su libro, recientemente aprecido en castellano, El arte de la sociedad, Niklas Luhman indaga en el problema de la autorreferencia y la heterorrefrencia. Básicamente, la cosa es que si algo o alguien, el corpus que sea, no hace más que mirarse el ombligo y no acepta la existencia y la exigencia de algo/alguien que no sea él mismo, se acabó la historia, porque el sí mismo exige al otro, si no, no hay sí mismo ni cosa que se le parezca, por definición. Pero creo que me he subido a demasiadas alturas intelectuales para las gentes de perverso vivir a las que hacía referencia. Qué le vamos a hacer, si la cultura son ellos y algún cantor. Aún así, me quedo con Luhman.

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4
Oct
2006
Quién teme a disney? Yo, sin ir más lejos
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Hace tres días fui a misa en uno de estos países por los que he andado merodeando últimamente. La iglesia estaba abarrotada (se celebraban las primeras comuniones, pero eso debe ser lo de menos, porque lo que me comentaban es que lo habitual es tener las iglesias hasta la bandera). Había monaguillos a decenas, unos veinte ¿liturgos?, ¿diáconos?, ¿auxiliares? La verdad es que pensé que eran diáconos (habría entonces diaconisas), porque llevaban la estola cruzada ad modum diaconorum, pero me aclararon que eran colaboradores, por eso, dado que no sé exactamente cómo llamarlos, porque ostiarios ya queda feo, recurro a términos en los que el significado etimológico pueda venir en mi ayuda. La prédica del páter no estuvo mal del todo, con su toque de humor, orientada a los niños. Había un órgano, eso sí, electrónico, que engañaba y acompañaba, por ese orden (lo siento, soy purista en pocas cosas, pero la organería es una de ellas). No sonaba nada mal la asamblea cantante, con poderío y convicción. De vez en cuando, y ahí quería yo llegar, intervenía un coro. El órgano defectivo era sustituido por un piano (eléctrico), un violín y unas voces cantarinas. Pero, ah, horror, lo que cantaban era puro disney (me permito escribirlo con minúsculas porque no quiero concederle la categoría que otorgan las letras capitales). Sólo faltaba que alguna de esas espantosas criaturas que pueblan sus parques temáticos saliese por ahí, con su forzada sonrisa, bailando al son de esa cosa abominable. Lo siento, pero ahí no puedo pensar con claridad, simplemente –y es de lo poco en lo que concuerdo con Baudrillard– creo que la disneylandización de la sociedad es algo peligroso, porque devalúa demasiadas cosas. En otros ámbitos me preocupa menos, pero disney en la iglesia me horroriza con temor y temblor improductivos. Si se quiere ser moderno y estar al día musicalmente, se puede copiar ya no digo que a John Cage, que no hay quien lo resista, pero sí a Arvo Pärt o, por qué no, si se busca algo más popular, a Hans Zimmer (le garantizo que ha escuchado sus melodías, aunque no sepa quien es).

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1
Oct
2006
Los académicos de los congresos (o a la inversa)
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Por fin se acabó el congreso que me trajo por estas tierras de Asia. Y no me resisto a hacer una breve descripción fenomenológica de estos akelarres tan fantásticos que nos permiten conocer gente, apuntalar algunas ideas, generar otras y ver cuán equivocados estamos todos. Entre los asistentes siempre hay cuatro o cinco que preguntan y preguntan preguntas que no son preguntas. Son lo que Emilio G. Estébanez, OP llama conferenciantes frustrados. Hablan durante veinte minutos y al final dicen: “no sé si estarás de acuerdo”. Bueno, el conferenciante casi siempre está de acuerdo, sobre todo porque ya no se acuerda de cómo empezó la cosa, y suele tener el buen criterio de no enzarzarse en una discusión bizantina, pues es consciente de que el personal se está aburriendo soberanamente y suspirando por salir a tomarse un café o, en su caso, a echarse un cigarrito. Entre estos, siempre hay alguno o alguna que lleva las gafas en la punta de la nariz y las utiliza para intimidar, no para ver. En sus Investigaciones Filosóficas, Wittgenstein compara el lenguaje con una caja de herramientas. Las herramientas tienen un uso, digamos, propio: un destornillador se usa para desatornillar, pero puede usarse para miles de cosas más: abrir una lata, remover pintura, como cincel, para limpiarse las muelas, quién sabe. Bueno, apuesto a que no se le pasó por la cabeza que las gafas podían usarse como elemento intimidatorio desde el punto de vista intellectual. He de hacer algo, porque yo no puedo jugar con las mías. Si me las quito, adios mundo. Seguirá estando ahí, pero no para mí, que no lo veo. Volviendo al tema, otra característica es la risita cómplice de “ya sé de qué hablas y qué bien traído está”, aunque no se tenga la menor idea de lo que habla el conferenciante. Hay veces que los académicos cometen el error de reírse de algo que el conferenciante ha traído a colación, pero no como algo risible, sino como cuestión bien seria. El ridículo, no obstante, suele quedar diluido en la atmósfera cargada. Eso sí. Casi todas las conferencias acaban hablando de cuestiones religiosas. El que cerró el congreso, Hillis Miller, un eminente pensador, habló de la irresponsabilidad, poniendo como ejemplo la vivencia religiosa de Abraham. El consiguiente debate fue prácticamente una discusión teológica. Como dice el citado Emilio G. Estébanez, pon una clase de teología y no va nadie, pero como salga el tema de Dios en cualquier otro lugar, entra al trapo hasta el del tambor.

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28
Sep
2006
La comida metafórica de los aviones
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He de confesarlo: me gusta la comida de los aviones. Qué le voy a hacer, pero es así. Sé que es casi políticamente incorrecto, porque todo el mundo abomina de ella: que si es de plástico, que si es insípida o no sé qué cosas más. A mí me encanta y por lo que veo a mi alrededor cuando vuelo, a la mayoría de los que van en el avión, también, porque no suelen dejar ni las raspas. Los que somos hijos de escuela apostólica, en la que las monjas, como es natural, no se andaban con miramientos, comemos casi lo que nos echen, y nos suele gustar más que menos. Una cosa es lo que uno hace en público y otra lo que se guarda para sí en privado. En público pocos se atreven a decir que la comida de avión es buena y sabrosa (no será alta gastronomía, pero es más cantidad que la bobada esa de la cocina deconstruida, y la cantidad cuenta, vaya que sí), porque parece que uno se ve reducido al estado de ovejuela a la que ceban en conjunto, sin poder elegir a la carta. Y sin embargo, solemnos jactarnos de comer sabe Dios qué cosas en tugurios callejeros, porque eso es lo típico (?), aunque después Moctezuma se vengue teniéndonos una semana sentados en el excusado. Sin duda, la comida de los aviones comparada con la de los chiringuitos es una metáfora de la vida cotidiana. Está lo que se puede decir (según los estándares politico-culturales vigentes) y está lo que se quiere hacer. Esta esquizofrenia, que se da en lo cultural, en lo religioso y en todos los ámbitos de la vida que son significativos, acaba por pasar factura, de eso no hay duda. La solución, la misma que daban Heidegger y Tomás de Aquino: escapar de la inautenticidad y dejar que sea la propia conciencia la que rija nuestra vida.

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25
Sep
2006
Frailes de Asia
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Entre los muchos dones que la Orden concede a sus frailes, uno nada despreciable es la posibilidad de andar por el mundo y encontrar siempre un convento y unos frailes que le acogen y le hacen sentir como en casa. No es fácil comprender esto hasta que se vive. Por circunstancias de la vida, tengo la suerte de estar en eso que se llamaba (y se sigue llamando, aunque ahora sólo lo hacen los que le quieren vender algo exótico) el lejano oriente. Y aquí estoy, escribiendo en un ordenador que tiene un teclado con caracteres latinos, chinos, coreanos, todo en uno, viviendo en un convento de los frailes de la provincial del Santo Rosario. Si estuviese hospedado en un convento de mi provincial, no me sentiría major acogido que aquí. Y eso no es todo. El visitante habitual ve lo habitual. El fraile que llega por estas tierras tiene la suerte de que los frailes de acá le llevan a ver sus lugares de trabajo, de misión, la vida real, vamos, lo que no se ve habitualmente. Lo que para un turista son horas de planificación, para el fraile son minutos de disponibilidad: si quieres venire a tal sitio, yo salgo para allá en media hora. Pues vamos. La verdad es que estoy encantado de ver un mundo tan diferente, aunque tan semejante en lo fundamental. Como diría Heráclito, nunca encontrarás a dos frailes iguales, pero como diría Parménides, lo esencial permanece siempre lo mismo. Gracias a los hermanos del Rosario.

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20
Sep
2006
Morirse en un pueblo
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Y la cosas sigue… Todo el mundo tiene algo que decir acerca de lo que ha contado el Papa. Ya se ve que a nadie le importa lo que diga, según decían cuatro visionarios que mejor harían encomendándose a Santa Lucía. Pero bueno. Hay cosas bastante más importantes que discutir que si habría que quitar este o aquel párrafo de una lección magistral. Entre ellas está la fenomenología del morirse en los pueblos a diferencia de las ciudades. El otro día asistí a un funeral en mi pueblo. Cuando uno mismo no es el embargado por la pena y puede permitirse el lujo de atender a la liturgia sacramental y a la liturgia humana, se da cuenta de que para morirse hay que volver al pueblo, y quien no tiene pueblo está condenado a pasar ese tránsito en una horrible soledad. La iglesia se llena, y muchos hombres se quedan fuera (se les oye desde dentro perfectamente), comentando las cosas más peregrinas, pero están ahí (la importancia del estar, aunque sea hablando de tractores). La familia se siente acompañada por los que son su comunidad de vida. Nadie se extraña de nada de lo que haga cada uno de los personajes, que, etiquetados claramente, pueden permitirse libertades en la iglesia que en una ciudad les estarían vedadas de todo punto. No hay prisas, el cura no tiene que cerrar y el guarda del cementerio puede esperar un rato; es más, de la iglesia al camposanto se tarda un pispás, no hay que preocuparse. Y cuando al cadáver le dan sepultura, en un cementerio de dimensiones humanas, siempre queda la posibilidad de que un vecino amable y caritativo, al ver flores frescas, recuerde quién está allí sepultado y rece una oración o tenga un recuerdo para el finado. En la ciudad no hay nada de eso. Quizá los del pueblo puedan permitirse el lujo de no esperar más que una oración de quien pasa por allí haciendo la visita, pero los de ciudad necesitan imperiosamente que un dios, con minúscula o un Dios con mayúscula se acuerde de ellos, porque los humanos me temo que no. Ah, y la liturgia de difuntos es hermosa (In paradisum deducant te Angeli; in tuo adventu suscipiant te Martyres, et perducant te in civitatem sanctam Jerusalem. Chorus Angelorum te suscipiant...). No tienen perdón de Dios los curas que la recitan como si se tratase de un monólogo mal escrito en una tarde de hastío.

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18
Sep
2006
Ratzinger palelogo
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Parece que los ánimos están exaltados, bueno, han sido exaltados (los ánimos nunca se exaltan solos) por la famosa cita del Papa que ha puesto de actualidad al emperador Manuel II Paleólogo. Hay que agradecerle a Benedicto que nos haya traído a la memoria a este personaje, casi olvidado por los que estudiamos historia de la Iglesia años ha. Pero la cantidad de paridas que se han soltado a costa de lo que ha dicho el Papa es descomunal, como la gente aquella a la que gritaba Don Quijote. Acepto que una personalidad debe cuidar lo que dice y que las palabras del Papa tienen mucho eco (¿siempre o según? Mmmm). Ahora bien, en una conferencia científica (no estaba hablando ex cathedra, que yo sepa, ni siquiera con intención doctrinal, que tampoco es cosa del otro mundo) hay que añadir citas o, como se dice modernamente, intertextos. A mí me aburren soberanamente las charlas que van derechitas como el expreso, sin una leve concesión al auditorio en forma de ejemplo, anécdota, broma o, si se quiere, sofisma, qué más da. Todos sabemos que esas cosas son las que dan vidilla a una charla (y cuántas conferencias no quedan en la memoria por el chascarrillo o el ejemplo, que nos lo pregunten a los docentes). Si el Papa hubiese citado El Mercader de Venecia de Shakespeare, ¿hubiesen alzado su voz los judíos, pidiéndole que se retractase? No, porque se hubieran puesto en evidencia, pues Shakespeare es “cultura”, pero Manuel Paleólogo sólo es “historia” y lo que hoy manda es la cultura (la historia que vaya más allá de unos años es "residuo"). ¿Que no ha sido políticamente correcto el Papa? Pues no, supongo, pero a mí eso me importa un rábano (es más, lo aplaudo y me harta y abomino de esa farsa), pues yo creo que cualquier persona en su sano juicio debe ser correcta y respetuosa, pero no según lo que dicten las modas políticas. Eso es pan para hoy y hambre para mañana, promesa de vergüenza futura (ya me lo dirán en 20 años, cuando nos digamos aquello de “qué bobadas hacíamos, ¿verdad?”). Y creo no ser sospechoso de papismo, pero vamos, es que la bobada mundial pasa de castaño oscuro. Quien no se siente irritado y ofendido parece que no es sujeto de derechos. ¿Acaso no tenemos problemas reales? Lean el discurso papal, léanse todos los textos sagrados (todos) y luego hablamos. La rapidez en el desdecirse nunca es buena consejera. Ah, cada vez me va gustando más Ratzinger. Nunca pensé que esto me fuera a pasar, pero así es.

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12
Sep
2006
Parada técnica
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Las altas autoridades que se encargan de la gestión técnica de la bitácora y de la página en la que se aloja me han ordenado cesar en esta batalla dialéctica y retórica que mantengo de vez en cuando con los que tienen a bien leerme. Se trata sólo de un repliegue táctico, motivado por los cambios que se van a llevar a cabo, así que estaré desconectado hasta el 17, día en que se reanuda la actividad. En cualquier caso, este pequeño parón es una ocasión excelente para agradecer a todo el mundo que me lee, me comenta, que acuerda o discrepa con lo que digo. ¡Estaría bueno que todo el mundo estuviese de acuerdo!. Eso sería señal de que lo que escribo es de bajo perfil. Si uno se anda con generalidades de esas ñoñas, no cabe duda que todos estarán de acuerdo con él (bueno, no todos, siempre hay alguno al que la tenia intelectual, también llamada solitaria de la mente, le provoca cólicos indiscriminados ante cualquier opinión). Pero a mí no me va eso. ¿No dice el evangelio de Lucas aquello de "he venido a traer fuego al mundo y ojalá estuviese ya ardiendo"? La calma chicha no da ni frutos ni inquietudes. Por eso agradezco sinceramente todos los comentarios, aquellos con los que estoy de acuerdo y aquellos con los que no. Cualquiera se da cuenta de que, parafraseando a Machado, una opinión bien contada no se terminaría nunca de contar. Y podríamos estar discutiendo durante siglos cualquiera de las cosas que yo escribo o las glosas que ustedes me hacen. Pero nada hay tan importante que merezca siglos, ¿o sí? Sí, creo que sí lo hay. Hasta dentro de 5 días

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8
Sep
2006
Sargas y tapices
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Ayer hablaba de dos películas iraníes que me habían impactado grandemente. Soy un tipo con suerte, porque tengo una maravillosa amiga, Sudabee Loftian, dominicana-norteamericana-iraní, que es uno de mis amoles y que, quizá por ello, decidió hacerme partícipe de parte de su enorme riqueza cultural, regalándome las antedichas películas (y otra más, “Close-up”, de Kiarostami). Y tengo también la suerte de que mis entretelas suelen removerse con el buen arte, y me piden más. Así que, acompañando a y acompañado por dos frailes, me fui a Toro, a ver la espléndida exposición que lleva por título “Legados”. Se la recomiendo a quien quiera embellecer el alma. No obstante, lo mejor de esos legados es lo que pervive de la familia dominicana en la maravillosa ciudad-villa de Toro, a saber, el monasterio Sancti Spiritus. Quien ame el arte encontrará uno de los rincones más bellos no sólo de Toro, sino del mundo. No hay en ninguna parte unas sargas tan bellas como las que cobijan y cuidan con mimo las monjas de Toro, ni una arquitectura igual, ni un coro igual, ni una iglesia tan plagada de iconografía dominicana. Las habrá tan buenas, no lo dudo, pero no mejores. Uno se pasea por allí y el corazón de va dando vuelcos, porque es lo que tiene el arte, que nos roba las miradas que hasta ese momento estaban vagabundeando por la nada. Y si están las monjas por allá, para qué quieres más. Sor Lola, la priora, que sabe de arte más que Gombrich, explica genealogías de obras, iconografías, texturas y formas para, una vez que uno piensa para sí que está ante un icono intangible, decirle con su sonrisa, como si citase al Wittgenstein de las Lecciones de estética, “mira”, “toca”, “qué maravilla, ¿eh?”. Y es que ante el arte, cuando se nos instala en el alma, se responde con interjecciones. Y eso lo saben las monjas. La experiencia estética y la mística van de la mano en su ser indecibles, sólo son distintas, como decían los escolásticos, sub specie rationis. ¿Busca un sitio para descansar, meditar o quizá para vivir? Me permito parafrasear a Quevedo: calientan más los corazones de las monjas de Toro, que todos los tapices del rey de Francia.

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